Lo que estamos presenciando en Venezuela en estos días todo el mundo intuía que venía. El estallido del desfalco en Pdvsa desnuda la disputa de intereses entre quienes capturaron al Estado para ponerlo a su servicio. Se le abrieron las costuras al tejido de complicidades que sostenía el poder “revolucionario”. El botín, de tanto saquearlo, les quedó chiquito. Ya no podía complacer a todos.
De la larguísima lista de corruptelas que se cocinaron bajo el régimen bolivariano, empezando —recién llegado Chávez al poder— con el Plan Bolívar 2000, destaca Cadivi. De una respuesta coyuntural a la salida de capitales que produjo la crisis política de los años 2002-3, el control cambiario se transformó en la espita central que alimentaría, hasta bien entrado el gobierno de Maduro, a todo aquel que se arrimara al poder en busca de lo suyo a cambio de muestras de lealtad y la debida anuencia cuando le era requerida. El conocido refrán, “métete con el santo, pero no con la limosna”, fue invertido por Chávez para afianzar esas lealtades: lo que te embolsillas no es asunto mío, siempre que te mantengas fiel al santo (la “revolución”, o sea, mi persona). Y lo llevaba todo anotado, para sacárselo a quien no había entendido y se le ocurría ponerse crítico. Su heredero designado encontró útil esta práctica pues, carente de la ascendencia de su mentor, debía recurrir a métodos probados para afianzar su liderazgo entre los suyos. Sin embargo, ello implicaba compartir las espitas de la corrupción con “aliados” claves, en particular, con la casta militar y con sus tutores cubanos, rusos e iraníes, a quienes debe su sostén.
Con la caída de los precios del petróleo a finales de 2014 sus cómplices se volcaron a depredar las entrañas del propio Estado para satisfacer sus apetencias. Pero, al agravarse la destrucción de los servicios y de la actividad económica en general, se profundizaron los conflictos sociales. Y sabemos cuál fue la respuesta: una represión cruel que dejó centenares de muertos entre 2014 y 2017, y llenó las cárceles de presos políticos, muchos de los cuales fueron sometidos a tortura. En condena de estas atrocidades, los principales gobiernos democráticos impusieron sanciones, primero, contra aquellos señalados de violar los derechos humanos o saquear a la nación y, luego, en 2017, las financieras. Al entrar en vigencia el veto impuesto por el gobierno de Estados Unidos al petróleo venezolano en 2019, la respuesta de Maduro fue la típica de todo fascista: en vez de reconocer la necesidad de volver al cauce constitucional para negociar el levantamiento de estas sanciones, optó por huir adelante. Denunció que eran una agresión contra la patria (no contra su régimen), para entonces buscar cómo trampearlas. Y aquí entran en escena Tareck el Aissami y el artificio de las criptomonedas.
Una vez abandonada la comercialización de petróleo venezolano por la empresa rusa, Rosneft, para no ser objeto de las sanciones de Estados Unidos, las conexiones iraníes y con el Medio Oriente de El Aissami resultaron ser de gran utilidad. Aparecen intermediarios, algunos con escasa o nula experiencia en el negocio, dispuestos a “sacrificarse” desafiando la imposición estadounidense. El trasbordo de la carga en alta mar, la transacción en criptomonedas y otros giros permitirían camuflar estas operaciones. Pero tan opaco entramado no sólo lograba evadir la fiscalización gringa. A quienes participasen en la cadena se les abrían las mayores oportunidades de lucro desde Cadivi. No tardaron en quedarse en el camino buena parte de los proventos del crudo. Pero los llamados al emprendimiento entre miembros de la FAN para complementar sus escasos ingresos revelaron que le habían pisado la manguera al doliente más importante del régimen expoliador, la cúpula militar. Al ser sustituido Asdrúbal Chávez por el coronel Tellechea en la presidencia de Pdvsa, se detecta un faltante significativo de ingresos que lleva a auditar las transacciones comerciales. Y se encontró que el hueco, inicialmente estimado en unos 3.000 millones de dólares, podía llegar a ser aún mayor. La agencia Reuters reporta 21,2 millardos de dólares en cuentas por cobrar[1] y que a muchos de estos deudores se les ha perdido la pista.
Ante la agudización de la crisis económica, no había forma de ponerle sordina a este último desagüe de recursos de los venezolanos. Y cayó el grupo asociado a Tareck el Aissami, entre quienes se incluye un exministro, un alcalde, altos oficiales militares, el superintendente de criptomonedas, empresarios y otros. Al escribir estas líneas la Policía Nacional contra la Corrupción —hasta ahora desconocida— había detenido a 19 personas. Jorge Rodríguez amenazaba, con aires de vengador justiciero, que habría más.
Voceros oficialistas —hasta ahora no implicados— alardean haberles dado un golpe decisivo a los corruptos, en defensa de los intereses del pueblo. ¿Pero, quién les cree? A pesar de haberse rasgado las vestiduras en público, son pocos los que se comen el cuento de que lo que está en juego con este incidente –de proporciones tan escandalosas– es la lucha contra la corrupción. Todo hace pensar en un ajuste de cuentas. ¿O es que los órganos judiciales estadounidenses y voceros de la oposición no habían señalado ya a varios de los inculpados, incluidos El Aissami, Joselit Ramírez y Hugbel Roa como incursos en manejos irregulares? Pero Maduro ahora se ve obligado a asumir el término de “mafias” para referirse a quienes, hasta ayer, eran íntimos colaboradores. Y Diosdado Cabello, para no quedarse atrás en la condena del desfalco, soltó la perla de que muchos dirigentes “terminan traicionando a la propia revolución solo porque ya se han robado lo suficiente y les da para vivir en cualquier lugar del mundo”. La palabra clave aquí es “suficiente”, pues si el robo no traspasa un umbral implícito, todo queda en casa. Y, para disipar dudas sobre la farsa que se ha puesta en escena, aparece, ¡él mismo!, encabezando una marcha bajo el lema, “los honestos somos más”. ¡Por favor! Pero en ese mundo de imposturas y adefesios ideológicos en que se amparan los “revolucionarios”, aún esta muestra de cinismo puede ser superada. Y lo logró Jorge Rodríguez, desde el presidio de la asamblea oficialista. Sostuvo, sin siquiera pestañar, que, “gramo por gramo”, no había ningún presidente que había luchado tanto contra la corrupción —y aquí se acordó del guion para intercalar, “salvo Chávez”— que Nicolás Maduro (¡!) ¡“Cosas veredes, Sancho”!
El régimen que encabeza Maduro se sostiene solo en la medida en que ofrece oportunidades suficientes de lucro como mantener el apoyo de factores críticos, en primer lugar, de una cúpula militar traidora. Luego de haber rebanado la economía venezolana hasta apenas la cuarta parte de lo que era al comenzar su gestión, convertirse en objeto de investigación de la ONU y la CPI por sus notorias violaciones de derechos humanos y aliarse con regímenes forajidos para subvertir los preceptos liberales sobre los que busca asentarse la prosperidad mundial, no hay proyecto o ideal que justifique el colosal fracaso y naturaleza criminal de la “revolución bolivariana”.
En su momento, una retórica patriotera redentora y luego, la mitología comunistoide, ofrecieron argumentos para entusiasmar a muchos con la esperanza de un mundo mejor. Pero, aun cuando creyesen en ello con sinceridad, se estaba sembrando el veneno de la corrupción. De denunciar a la economía de mercado como instrumento de la opresión y a la democracia liberal, ardid de la oligarquía para sojuzgar al pueblo, la búsqueda de la añorada salvación solo le quedaba confiar en los designios del comandante supremo. La lealtad para con la “revolución” y las decisiones visionarias del líder reemplazaron a las leyes del mercado y al Estado de derecho en la asignación y el usufructo de la riqueza nacional. Ya lo alertaba Milovan Djilas por allá por los años cincuenta del siglo pasado[2]: muchos dirigentes se sentían con el “derecho” a una tajada mayor del pastel por haber liderado el cambio redentor. Hablaba de la gesta comunista de Tito, en la anterior Yugoslavia. Y así emergió una nueva clase, sostenida con base en prácticas expoliadoras, cobijadas en una retórica “revolucionaria”. Su repetición ciega, desafiando toda contrastación con la realidad, no tardaría en convertirse en clave de acceso a los más altos peldaños del poder económico y político. Nació así una oligarquía novedosa que se ampara en los mitos de la izquierda para obtener la absolución del “progresismo antiimperialista” en el mundo y blindarse contra toda rebeldía social que pusiera en peligro su poder. No importa que la población se estuviese muriendo de hambre.
El régimen de expoliación se sostiene, necesariamente, en la negación de toda transparencia y de rendición de cuentas en el uso de los recursos de la nación. Simplemente, se lo apropian. Todo reclamo que desafíe esta potestad debe ser aplastado. El imperio de la ley y el respeto a los derechos humanos son sustituidos por la fuerza directa y la judicialización de la protesta. Pero, al llegar la destrucción a los extremos vistos en Venezuela, ya no hay cómo satisfacer las apetencias de quienes sostienen el proceso. ¡Pero todavía pretenden cobijarse detrás de una retórica “revolucionaria”! Es muy probable que esta pelea entre mafias no termine ahí. Y uno se pregunta, ¿Hasta dónde debe llegar la putrefacción para que aquellos con un mínimo de vergüenza y decencia sustraigan definitivamente su apoyo a tan oprobioso estado de cosas? ¿Estaremos “llegando al llegadero”?
[1] https://www.reuters.com/business/energy/middlemen-have-left-venezuelas-pdvsa-with-212-billion-unpaid-bills-2023-03-21/
[2] La nueva clase, Edhasa, 1957
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