El drama terminal que padece Venezuela –no es un accidente, es la consecuencia de un proyecto global del marxismo “progresista”– va más allá de la destrucción de sus lazos como nación y de sus cimientos como república. Los venezolanos nos encontramos ante un sólido muro que no es de realismo mágico, ni es liquidez moderna. Nos muestra cómo un pueblo hambriento y desesperado, en diáspora hacia afuera y hacia adentro, presa para colmo de una pandemia mortal en avance al que se lo tragan la cultura de la muerte y la desconfianza, sobre un territorio vuelto rompecabezas, repartido entre el pranato oficial y su clientela y los cárteles del oro y el narcotráfico.
Entre tanto los actores políticos hacemos política constitucional y de salón. Olvidamos que hacer política bajo una satrapía, al término lleva a asumir como buena o digerible, o inevitable, la política de la satrapía y sus formas de corrupción.
Lo anterior exige de respuestas a la altura de las únicas verdades que atan al país en medio de su desaparición: el dolor, el miedo, el histórico y no realizado deseo de paz en libertad, y la conciencia de que solos no podemos. También reclama, en conciencia, saber que encontraremos ayuda sincera, adentro y afuera, en quienes guiados por la razón de humanidad o sintiéndose amenazados por nuestra situación, puedan comprendernos; no tanto en quienes, ensalivados de poder, trafican con las ilusiones y hasta resucitan como a Lázaro el mito de El Dorado.
Solo mirándonos en los ojos del venezolano común, que como víctima sabe de sus derechos pues los ha perdido todos, encontraremos el sendero y superaremos este trauma nacional de proporciones bíblicas.
Hay que ponerle rostro al miedo, para perderlo. Hay que retirar el antifaz a las organizaciones delictivas y terroristas que junto con el régimen imperante y las fuerzas extranjeras que lo sostienen se ocupan de extraernos hasta la última gota de sangre, mientras agonizamos. Y también a sus asociados pasivos.
El vano ejercicio de la simulación constitucional sirve a la mentira. Venezuela carece de Constitución. El Estado de Derecho ha sido desmantelado, al igual que la democracia. Desde el último reducto de legitimidad formal que le resta al país, la Asamblea Nacional ya consultó al pueblo en 2017 y por dos veces ratificó legislativamente su mandato. Al efecto concertó luego un «estatuto constitucional provisorio»: El Estatuto para la Transición, para volver a la Constitución desde la misma Constitución, una vez alcanzadas las condiciones para que los venezolanos podamos regresar a las urnas, ejercer nuestra soberanía, y darnos un destino cierto y de decencia.
La tarea pendiente de realizar por la Asamblea y sus autoridades no tiene períodos constitucionales que se agoten, justamente, por haber sido desmantelada la Constitución y estar sometidas a la provisionalidad constitucional del Estatuto, que les fija un norte claro: concertar y coaligar para interpretar las verdades de la nación y liberarla. Jamás para servir al sistema clientelar y de la mentira.
El llamado a una unidad «pret-a-porter» y de circunstancia, para sortear una circunstancia sin que ayude a resolver lo que no es circunstancial, es un acto de vanidad, como llamar al pueblo para que otra vez se exprese. Y la verbena electoral que convoca la «maldad» y su sindicato de excandidatos presidenciales fracasados, es un acto amoral. Es una burla al pueblo que agoniza y sufre bajo los rigores de la pandemia y la falta de lo vital.
Urge, en fin, que todos nos libremos de atavismos. Obviar lo mesiánico y al «gendarme» que todos llevamos por dentro, o el azuzar la «saña cainita» de la que nos previene a tiempo uno de los padres de nuestra república civil desaparecida, Rómulo Betancourt.
“La Tercera República de 1830 se erigió en un país con mucha tierra y poca gente”, arguye Rómulo al señalar que “muertos Bolívar, Sucre, Urdaneta y otras figuras señeras del procerato militar, la mayoría de sus compañeros de armas se revelaron inferiores a sus glorias y dividieron al país en feudos parroquiales y lo ensangrentaron en contiendas intestinas sin motivación distinta a la del apetito de poder personal y absoluto”. Observa cómo nuestro “pueblo, que de la Independencia no había derivado beneficios sociales y continuaba dentro de la República viviendo bajo la coyunda de la esclavitud económica y hasta legal, se iba presuroso detrás de quien le leyera una proclama demagógica y convocara para la aventura armada”.
El “yo acabaré con los godos hasta como núcleo social”, de la conocida frase del autócrata, que se exhibía con externo atuendo liberal, es expresión que tipifica esa saña cainita que ha dado fisonomía a las pugnas interpartidarias en Venezuela. “La coalición ha significado y significa la eliminación de ese canibalismo tradicional en nuestro país en las luchas entre los partidos, realizadas en los limitados interludios democráticos, paréntesis fugaces entre largas etapas en las que se impuso sobre la nación el imperio autoritario de dictadores y de déspotas”, concluye Betancourt.
La enseñanza no se hace esperar.
El escapismo –el falso dilema de los obispos entre abstenerse o no, o hacer lo que sea– ante una realidad de devastación social y moral que no sabemos cómo asumirla, ni alcanzamos a reconducirla por ahora, condena al pastoreo de nubes, repito, al engaño y la «simulación» democrática dentro de un contexto de depravación política que no tiene paralelos en la historia.
(*) El columnista fue presidente encargado de Venezuela, en 1998
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