El informe del Instituto Casla correspondiente a 2019, recién presentado en Madrid por su directora, Tamara Suju -con la solidaria y consecuente presencia de la ex diputada al Parlamento Europeo, Beatriz Becerra-, llega a una conclusión pavorosa: la práctica de la tortura en Venezuela es cada vez más cruenta y sistemática. Hay que levantar la voz y repetir a las instituciones de Europa y a los políticos europeos, que torturar tiene la categoría de una política de Estado bajo el régimen de Maduro, y que esa política se agravó durante el año pasado, bajo la guía y participación directa de funcionarios del régimen castrista que operan en Venezuela.
Asesinatos como el del concejal Fernando Albán, torturado y luego lanzado desde el décimo piso del edificio sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia -Sebin-, el 8 de octubre de 2018; o el del capitán Rafael Acosta Arévalo, el 29 de junio de 2019, luego de haber sido sometido a castigos y lesiones inenarrables por funcionarios de la Dirección General de Contrainteligencia Militar -DGCIM-, no son hechos excepcionales. Son el producto neto e insoslayable de programas planificados, financiados y ejecutados por el narcorrégimen venezolano.
Intentaré resumir a continuación, algunas de las líneas esenciales del informe. A lo largo de 2019, los torturadores sumaron 83 nuevas víctimas directas. En términos demográficos, oficiales de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y miembros de la etnia pemón, son los más castigados. A muchos de estos militares se les acusa de conspirar, por las más fútiles razones: negarse a reprimir, expresar alguna palabra de protesta, tener familiares en el exilio o ejerciendo alguna actividad política en el espacio público. En el caso de la etnia pemón, la persecución se fundamenta en la voracidad económica del régimen: sus comunidades están ubicadas en la región donde están siendo arrasadas las riquezas minerales del territorio venezolano -oro, diamantes, coltán-. Se trata, nada menos, que de una guerra territorial que la narcotiranía ha emprendido contra la etnia. Su propósito es inocultable: desplazarlos de la zona. Y es mucho lo que han avanzado: al menos 1.200 pemones han huido y cruzado la frontera hacia Brasil.
Continuaron, como en 2018, aplicando métodos de asfixia con bolsas plásticas o introduciendo la cabeza de los detenidos en cubos de agua. Continuaron electrocutando los cuerpos. Continuaron colgándolos. Continuaron privándolos de agua y alimentos. Continuaron sometiéndolos a períodos de total incomunicación.
La DGCIM se ha erigido en el organismo donde los métodos de ensañamiento cruzan todos los límites de la condición humana. Vigilan, intimidan, extorsionan, roban, reprimen y torturan. Pero esto no les resulta suficiente: secuestran a los familiares de sus perseguidos, para obligarles a entregarse. Suju ha narrado el caso del capitán Anyelo Heredia, cuyo sobrino, de 8 años, fue detenido junto con familiares y vecinos. La DGCIM ha torturado a adultos mayores y a menores. Hay casos de adolescentes, de 14 años de edad, que han sido sometidos a la acción salvaje de los funcionarios.
Que es una política de Estado lo pone en evidencia las inversiones que se han realizado en infraestructuras para hacer más eficaz y siniestra la tortura. Se han remodelado cárceles para crear celdas más estrechas, como en la prisión militar del Fuerte Tiuna y en la sede de la DGCIM en Caracas. Hay una política en curso, de multiplicar el número de ‘tumbas’ -celdas bajo tierra sin ventilación y sin luz-, destinadas para los presos políticos.
53% de las víctimas son civiles y 47% militares. 49% de las víctimas han sido sometidas a lo que se conoce como «tortura blanca». Hay testimonios que narran cómo se somete a los detenidos a períodos de hambre, sed extrema, falta de aire y temperaturas extremas. Atados los pies y las manos, tirados en el piso, hay presos que deben alimentarse como animales, enterrando el rostro en el plato de alimentos de mala calidad. A presos que no disponían de un plato, les lanzan la comida caliente en las manos o entre las piernas. Hay presos que, esposados o colgados durante días, se les ha negado el uso de aseos: llenos de su propia orina y excrementos, han sido trasladados y presentados en tribunales en esas condiciones. Uno de los objetivos del entrenamiento que los torturadores han recibido de expertos y supervisores cubanos va dirigido a minar la dignidad, a socavar la integridad psicológica del detenido, a borrar nociones básicas como el transcurso del tiempo, el derecho de comunicarse con sus familiares y abogados, de recibir tratamiento médico, de asumir la defensa de las acusaciones en su contra.
Datos del horror: hasta diciembre, 4 presos tienen costillas rotas. 42 fueron sometidos a sesiones de asfixia. 40 han recibido descargas eléctricas: 15 de ellas, en los genitales y uno en el ano. 41 personas fueron víctimas de violencia sexual. A 30 intentaron violarlas. Una de ellas fue brutalmente violada. Hay presos a los que han asfixiado hasta 13 veces en un día: cuando se desmayaban, los despertaban con choques eléctricos. Entre las novedades cubanas de 2019, lo relativo a los usos de la electricidad son las más terroríficas: de descargas externas se ha pasado a una nueva práctica, hacer incisiones en el cuerpo -bajo las uñas, en las plantas de los pies, bajo las tetillas-, introducir los cables y activar la descarga eléctrica.
Esta relación es solo una muestra de lo mucho que podría escribirse y denunciarse al respecto. Hay decenas de informes y testimonios que ratifican la podredumbre moral, el desdén por lo humano, la negación del derecho a la vida, por parte del régimen de Maduro. ¿Puede Europa mantener una tibia política hacia el régimen responsable de estos hechos? ¿Acaso no ratificó el Consejo Europeo, el pasado 16 de septiembre, la política de la Unión Europea frente a terceros países, de prohibición de la tortura? ¿Puede Europa continuar sin hacer un pronunciamiento categórico sobre las responsabilidades de Maduro y el castrismo, que han creado un régimen que, además de narcoterrorista es torturador?
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