Roland Barthes, la gran figura francesa del siglo XX, el gran anárquico intelectual y capitán del pelotón de fusilamiento del fascismo de la lengua, comentaba para una entrevista en Le Figaro en 1974 que «la literatura ha sido un objeto definido históricamente por un cierto tipo de sociedad. Al cambiar, ineluctablemente, sea en un sentido revolucionario, sea en un sentido capitalista (porque la muerte de los objetos de la cultura no hace distinciones entre regímenes), la literatura pasa: podrá abolirse completamente o modificarse a tal punto sus condiciones de producción, de consumo y de escritura, en resumen, su valor, que será necesario cambiarle el nombre».
Y añade que la causa era evidente. «Un público frágil, infiel, minado por la cultura de masas, que no es literario: los grandes mantenedores de literatura se alejan: desaparecidos Aragón y Malraux, no habrá más “grandes escritores”; la ideología Nobel se ve obligada a refugiarse en los autores pasatistas, e incluso a ésos hay que sostenerlos por la ola política», dice Barthes.
No cabe duda que de aquellas denuncias de Barthes hace ya medio siglo se mantiene la vigencia plena y el conflicto existencial de la literatura ha alcanzado su punto más álgido. Deambulamos esa delgada línea que pareciera condenar a la abolición final de la literatura, aún cuando ella esté destinada a no acabar porque es fruto del solitario pensamiento del hombre, y nunca se podrán silenciar nuestros pensamientos pues es una función biológica. La cuestión sería más bien ¿qué es lo que alimenta al acto de pensar? y ahí, sin duda, entendemos que se enfrenta un proceso parcial de abolición literaria porque el nuevo tiempo, el de “la cultura de masas”, ya no es y quizá nunca más el de la liturgia, casi erótica, que es el leer y escribir. Y si se escribe es para exponer la fragilidad intelectual de esta generación que a su vez heredarán aquellas por venir.
De la cultura de masas que posee hoy a la sociedad y a la que no podemos enfrentar convencionalmente, como si se tratase de una competencia de marketing entre lo trascendental y lo fútil, habrá de preocuparnos el sentido de la vida que se impone y donde está ausente el “quo vadis?” ante la incertidumbre del futuro. La exacerbación del carpe diem romano, si bien nos aleja del miedo traumático de la muerte, y nos centra en un hoy vacío que no se preocupa de trascender ese gran milagro, único e irrepetible, de nuestras vidas, deja como consecuencia esta sociedad amorfa en la que estamos muy conectados digitalmente en las redes, pero desconectados a plenitud como nuestro propio “yo” que siempre tiene como eslabón de unión el pensamiento y la belleza que nos rodea expresada en verbo.
Hace poco en un intercambio epistolar digital comentaba con un joven estudiante de comunicación social, Diego Lopera, por quien tengo amplio respeto intelectual, sobre esta cuestión de la abolición de la literatura. Pese a su joven edad, he admirado en él su intento de resistir y persistir en la literatura y sus propias reflexiones me permitieron ver la perspectiva menos catastrófica de las nuevas generaciones, víctimas expiatorias de la cultura de masas digital, esa que sustituyó los libros por breves relatos con música de fondo o resúmenes generados por la inteligencia artificial en los buscadores de internet.
Lopera me señalaba que “la abstención de muchos jóvenes a leer no hace menos importante el hábito de la lectura, y hacer tanto énfasis en eso diciéndole a los jóvenes que no leen como un regaño puede perjudicar” y añadía que ante el vacío existencial e intelectual del presente no habría por qué preocuparse tanto, pues “la fragilidad y la complejidad de la vida humana ha sido la fuente de inspiración de muchas de las mejores obras de nuestra historia”. Y sin duda, eso no acabará por lo que siempre habrá una fuente donde afilar el grafito.
Así pues, frente al apocalíptico juicio final que parece afrontar la literatura, apostemos a explorar desde la soledad de nuestro pensamiento al alma mater de la vida que es la belleza trascendental que nos rodea. En el recorrido de esa soledad encontraremos la plenitud a la que cantaba Rimbaud y haremos posible que, por los siglos de los siglos, perdure el difícil arte de escribir y poetizar nuestra vida y nuestro mundo.