La capacidad predictiva de la inteligencia artificial (IA) va en aumento: desde el número ganador de la lotería, los resultados electorales, hasta diagnósticos médicos precisos sin necesidad de estetoscopio, examen, ni contacto alguno con el paciente, como los médicos del primer mundo.
Un nuevo avance se suma a los que ya nos brinda: la posibilidad de predecir nuestra muerte en los próximos cuatro años con una precisión del 78%. El nombre del algoritmo es el que sirve de título a este escrito.
Para determinar la fecha exacta de nuestro fallecimiento, la IA utiliza ciertas informaciones básicas: estudio, empleo y datos médicos. Por ejemplo: si usted no estudio, es doble de escenas de acción de cine y tiene el colesterol alto, sus probabilidades son mucho mayores que alguien graduado en filosofía, heredero de Rockefeller y con una cintura inferior a los 90 cm.
Según los investigadores daneses que inventaron el sistema, también la personalidad, la autoestima y la vitalidad importan. Lo del estudio valdrá para el primer mundo, porque en el nuestro, el nivel académico continúa siendo un lastre vital. Mientras más preparada sea una persona en nuestros lares, más duro será su periplo existencial.
Curioso también el dato de la autoestima, porque muchas veces nos encontramos con seres despreciables que casi siempre la tienen muy alta y que viven muchísimo; otras veces, con seres de una nobleza infinita cuya humildad, cercana a la santidad, les impide tener una elevada autoestima, que tienen una vida de una brevedad insólita.
En otras palabras: parece que los malos viven mucho más que los buenos por aquello del autoengaño. No se tome este último comentario, se ruega, como una incitación a la maldad. Vale la pena ser bueno, aunque uno viva menos (tampoco es regla, por cierto, que todos los longevos sean malas personas. Hay de todo en la viña de la IA).
Toda esta especulación se fundamenta, sin duda, en el hecho de que la muerte sigue siendo la gran incógnita del ser humano.
Nosotros somos capaces de establecer con precisión lo que sucedió en el primer nanosegundo posterior al Big Bang, pero seguimos ignorando lo que sucede el segundo siguiente a nuestra partida de la vida terrenal. La única información al respecto que poseemos es la de aquellas personas que han retornado del famoso túnel al final del cual hay una luz que atrae.
Algunas personas han vuelto para narrar la experiencia, ninguna de ellas, por cierto, venezolana, porque para un compatriota una intensa luz significa siempre que finalizó un apagón y en vez de rehuirla, nos lanzamos velozmente hacia ella para aprovechar su vuelta, debilidades del último instante vital condicionadas por la experiencia terrena.
En todo caso, ¿cambiaria usted el rumbo de su vida de conocer con precisión la fecha de su muerte? Si su respuesta es sí, más allá de lo que le diga la IA, cámbielo de una, porque, aunque no sepamos con exactitud el día y hora, la fecha está escrita, porque nuestra finitud es una de las grandes certezas de la que los humanos tenemos conocimiento desde que tuvimos uso de razón.
Piensa uno en Sócrates. No necesitó de IA para conocer el momento exacto de su muerte. Según relata Fedón, más que con angustia, asumió su muerte con la profunda certeza de que un mundo mejor le esperaba: «una felicidad tan grande, que ningún otro mortal ha gozado jamás otra igual».
Al beber la cicuta, cosa que hizo con la mayor tranquilidad, preguntó al esclavo que se la sirvió sobre sus efectos: un frío subiría a partir de sus piernas y al llegar al corazón moriría. Una precisión del 100%. «Critón, le debemos un gallo a Esculapio», fueron sus últimas palabras.
Se pregunta uno si la IA, capaz de predecir ahora nuestra muerte, podrá algún día determinar si la brutalidad natural que padecemos se trastocará, al menos en la otra vida, en una inteligencia similar a la de Sócrates.
Originalmente publicado en el diario TalCual
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