OPINIÓN

Lidija Franklin, la belleza no vendrá sola

por Carlos Paolillo Carlos Paolillo

Lidija Kocers (1917-2019), conocida en Venezuela como Lidija Franklin, tomó parte activa en la configuración de un ballet moderno apartado de las visiones conceptuales y formales del siglo XIX. Su figuración como bailarina en la compañía de Kurt Jooss –con la que llegó por primera vez a Caracas en 1941– la instruyó dentro del complejo y acuciante código expresionista alemán. Igualmente, su tiempo al lado de Agnes de Mille la llevó a integrar una generación pionera que afanosamente buscaba un sentido de identidad para la inédita danza estadounidense, que surgía libre y desaprensiva durante los años cuarenta y cincuenta de la centuria pasada.

La bailarina rusa, formada en la Escuela de Ballet del Teatro de la Ópera de Riga, al recordar su desempeño dentro de esta legendaria agrupación, destacaba la necesidad establecida por Jooss de expresar emociones a través del movimiento: “Sus bailarines teníamos que actuar sin hablar, decir a través del cuerpo, expresar pensamientos. El movimiento nunca se originaba de la belleza de la línea o del diseño coreográfico”.

Lidija Franklin viajaría a Nueva York, donde participaría en los luminosos musicales de Broadway, al igual que en producciones cinematográficas y televisivas, y se convertiría en primera figura de la Agnes de Mille Dance Theatre, así como asistente de la celebrada coreógrafa estadounidense, con quien intervino en creaciones que realizara para el American Ballet Theatre.

Su desempeño docente en el medio venezolano a partir de 1957, trajo consideraciones sobre el ballet clásico que mantenían su proverbial rigor y su respeto por la tradición, si bien no estaban necesariamente orientadas hacia el fulgor artístico sobre un escenario. Para la señora Franklin –todos la llamábamos así– la danza académica era ante todo educación y una herramienta forjadora de personalidades y sublimadora de espíritus.

La Escuela Ballet Arte, Ballet Arte Municipal y la Escuela Gustavo Franklin fueron espacios creados sin calculadas finalidades lucrativas por la visionaria maestra, orientados fundamentalmente al estudio disciplinado y metódico de la danza clásica.

Su asentamiento en Caracas, así como su largo y fructífero magisterio, fueron algo permanente y definitivo. La guió el interés por el desarrollo de un centro de formación de servicio público, dentro de una estricta concepción metodológica de la enseñanza de la danza académica, y con una visión artística distanciada de excesivos protagonismos. Estos fueron los postulados que determinarían sin desvíos su significativa aportación docente. “Bailar –aseguraba la maestra– es la natural aspiración de todo estudiante de ballet. Para lograrla debe estudiar durante largos años y dominar una técnica que no admite debilidades. De los muchos movimientos a su alcance ninguno puede ser descuidado o  efectuado defectuosamente. Y aún así, la belleza no vendrá sola”.

La efectividad de la Escuela Ballet Arte quedó comprobada en generaciones de bailarines egresados que alcanzaron el desempeño profesional, tanto en Venezuela como en el exterior. Igualmente, en los cuadros docentes formados en sus filas que preservaron los principios orientadores de su fundadora. Para la memoria histórica de la danza escénica quedan sus producciones artísticas ejemplificadas en el programa escénico didáctico Música y Danzas Antiguas y sus montajes de Pedro y el lobo, Baile de graduados,  Las sílfides, el segundo acto de El lago de los cisnes y Giselle, así como de las Bodas de Swanilda (tercer acto de Coppelia) y la suite de El Cascanueces.

Firme en sus convicciones sobre el arte del ballet y su ejercicio, Lidija Franklin exaltó su ideal sobre esta disciplina, con palabras que de alguna manera recuerdan el ideario epistolar de Jean George Noverre: “La perfección técnica en si no es suficiente. El bailarín no debe ser esclavo de ella. Aún habrá de llenar las formas de drama, de poesía, de pasión por el movimiento. Solo cuando lo haya alcanzado merecerá el nombre de artista”.