El diente roto de Pedro Emilio Coll

En su estudio Los demasiados libros (1972) el intelectual mexicano Gabriel Zaad  sin usar  el  adjetivo que titula esta nota,  puntualizó que este fenómeno degradador  del ejercicio  político  se iniciaba en las “masas de privilegiados que fueron a la universidad y salieron sin saber leer.”

Mucho antes, el venezolano Pedro Emilio Coll, escritor y diplomático, fue más radical  cuando en su cuento El diente roto (1890) describió el proceso sociopolítico degenerativo de su patria centrado en un analfabeta total que llegó a diputado y ministro casi a presidente, atento durante el tiempo del importante cargo que la casualidad o la voluntad popularísima le dieron, a palpar su trauma físico y su mudez, o medias palabras gritadas, son reveladoras de ignorancia y/o estupidez pero son interpretados como sabiduría providencial.

Le tocó a Jerzy Kosinski, entonces joven profesor polaco radicado en Estados Unidos precisar las consecuencias del fenómeno que hoy brota como severa crisis, en su Desde el jardín (1973), novela que Francia premió como “El mejor libro extranjero” y el Times desde Londres calificó como El libro del año.

Narración satírica y demoledora sobre los daños que la vidiotez causa en la “Aldea Global” exaltada por McLuhan como remedio humanitario final, sustentada en el criterio según el cual la revolución digital basta y sobra para avanzar en ciencia y felicidad, pues la imagen inmediata que conglomera multitudes, sustituye al texto donde un lector puede pensar,  analizar, aceptar, rechazar, preguntar(se) y decidir sobre lo leído bien alfabetizado desde un preescolar hasta una sede gubernamental.

Prosa directa, limpia y esencial, luce como redactada hoy mismo, Kolinski relata como  Chance, jardinero de un rico propietario que lo crió permitiéndole conocer el mundo exterior solo a través de su televisor, autómata que repitiendo las frases politiqueras pudo alcanzar el grado más alto en la dirigencia de su país.

En pocos recientes días se siembra la desesperanza, observando los debates de insultos personalizados, palabrerío sin argumentos de fondo, sin actualización de principios basales legalizados que permiten la convivencia en sociedades civilizadas, lo mismo en España donde el “progresismo” implica regresar a los medievales reinos  independientes que lucharon siglos  en su juego de tronos hasta que se pudo llegar a la unidad territorial y legal. En Estados Unidos donde ya no existe el Partido Republicano tradicional porque sus militantes y funcionarios prefieren la monarquía despótica y subversiva de un líder que padece  severo narcisismo al punto que se autoaplaude en cada aparición incluso frente a jueces calificados, sin que importen 91 acusaciones de fraudulenta gestión desde el ámbito administrativo y la gobernanza presidencial. Y tampoco el partido demócrata encuentra un líder nuevo, sin techo de vidrio ni rabo de paja que previa investigación psiquiátrica, pueda liderar esta era ciber.

Ni en Venezuela, donde cuarteles y palacios ponen al descubierto una mafia de graduados universitarios en toga, birrete y trajes empresariales, en comandita con uniformados y civiles que se expresan por igual sobre sus delitos con frases patrioteras desgastadas y para inhabilitar a María Corina Machado, preferida precandidata de las elecciones primarias destinadas a elegir la figura que representará el anticastrochavismo. Se le atribuye como descalificación la de pertenecer a una clase social despreciable porque sabe comunicar con propiedad el deseo mayoritario y es delito imperdonable que esta ingeniera provenga de un estrato educado que al privatizar los servicios eléctricos, telefónicos, hidráulicos y otros de igual necesidad, se pudo avanzar cuatro décadas en una perfectible democracia. Un régimen fascistoide, cocaburgués y drogacomerciante que tiene como socio nuevo y declarado modelo al salvaje capitalismo chino.

Está por verse aún si con esos bueyes se tiene que resignadamente arar o si en verdad, la era digitalizada y desletrada o iletrada, permitirá una auténtica rebelión de masas que  permita a sus miembros subir en la escala clasista, a cada uno por su calidad competitiva en su oficio, profesión y empleo, destronando a las jerarquías televidiotizadas a través del canal oficialista que censura todo signo de libre expresión.


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