La historia de las novelas prohibidas en América Latina es muy vieja, y se remonta a los tiempos coloniales, cuando la inquisición tenía preferencia para anotar en sus listas negras «libros de romance de historias vanas o de profanidad, como son de Amadís y otros de esta calidad, porque este es mal ejercicio para los indios, y cosa es que no es bien que se ocupen ni lean».
La mentira de las vidas fingidas, las exageraciones y los embelecos eran perjudiciales para la fe y la recta conducta de los súbditos del reino. Y la mano de los aduaneros en los puertos estaba presta a detener los libros llenos de embustes, suerte que corrieron tanto El Quijote como El Lazarillo de Tormes.
Sin embargo, prohibir leer ha sido siempre el mejor acicate para la curiosidad, que se convierte en un acto de desafío, y por tanto de libertad. Los libros vedados por los censores burlaban la vigilancia escondidos en barriles de vino y de tocino, o cubiertos bajo falsas portadas, y circulaban también copiados a mano. Y no solo las novelas con sus fantasías perniciosas, sino los libros subversivos escritos por los pensadores de la ilustración, a medida que se iban enciendo los fuegos de los movimientos libertarios de un a otro confín de América. Ya El Quijote no importaba tanto como La nueva Eloísa de Rousseau.
Ese afán burocrático de prohibir libros pasó a ser parte de las políticas de control ejercidas por las tiranías que empezaron a sucederse bajo el remedo de gobiernos republicanos, cuyo enemigo más jurado pasaron a ser las imprentas, vistas como máquinas infernales, capaces de fabricar libros incendiarios contra el orden público, la moral y las buenas costumbres, o todo lo que se saliera de los límites del pensamiento oficial. Cerrar los países a las ideas era una pretensión de congelar el tiempo.
Pero llegado el siglo veinte no todas las dictaduras fueron tan celosas de los libros, empezando por aquellas que se enseñorearon en lo que O. Henry, exiliado en Trujillo, Honduras, donde escribió su novela De Coles y Reyes, llamó con gran acierto las “repúblicas bananeras”. Al general Ubico, al general Carías y al general Somoza les importaban mucho más los periódicos que los libros, siempre de tiradas exiguas y publicados por cuenta de sus autores. El viejo Somoza no prohibió libros en Nicaragua, un país casi sin librerías, pero enviaba a sus militantes fanáticos, sus “camisas azules”, que le rendían pleitesía como a un Mussolini tropical, a descalabrar a garrotazos las platinas de las imprentas de los diarios enemigos, y a desparramar en la calle los tipos sueltos de los chibaletes.
Su hijo Anastasio no le iba a la zaga. Mandó a bombardear el diario La Prensa, ya en su desesperación de los últimos meses de la dictadura, pero su lista de libros prohibidos se reducía a aquellos que propagaran el marxismo; sus agentes aduaneros no eran, sin embargo, muy avisados, pues dejaban pasar sin siquiera examinar sus páginas libros como La sagrada familia de Marx y Engels, que creían de contenido religioso, o El Capital mismo, que les parecía una alabanza del sistema, o inofensivo por demasiado voluminoso.
Cuando en 1970 la Editorial Universitaria Centroamericana (Educa) publicó en Costa Rica Sandino, de Neil Macualay, una investigación basada en los archivos de la Marina en Annapolis, se envió a Managua un embarque de 5.000 ejemplares que fue retenido en la aduana. El libro clásico de Gregorio Selser, Sandino, general de hombres libres, circulaba clandestino en el país, en copias mimeografiadas.
El libro de Macaulay fue llevado por el director de aduanas a Somoza para que tomara la decisión final. Lo vio apenas por encima, y se lo devolvió. “Esto no es conmigo”, le dijo, “es con mi papa”. Los 5.000 ejemplares se vendieron en menos de una semana, un récord para un país escaso de lectores, y de oferta de lecturas.
Todo esto es para contar la historia de Tongolele no sabía bailar, mi novela prohibida en Nicaragua. La editorial Alfaguara envió desde México un primer embarque aéreo mientras llegaban otros por la vía terrestre. El proceso de desalmacenaje comenzó a volverse lento de pronto, bajo el pretexto de que faltaba uno u otro dato en el manifiesto de carga, hasta que el director de aduanas solicitó que se le presentara un compendio del contenido.
Una petición insólita, que sólo anunciaba que quedaría retenido para siempre en las bodegas, sin obtener pase franco. El primer libro prohibido en la historia contemporánea de Nicaragua. No sé si, igual que a Somoza, a la pareja que ahora retiene el poder, algún funcionario obsequioso les habrá llevado el libro para su revisión, y si alguno de ellos dos lo habrá leído. Eso quedará dentro del halo de misterio que siempre rodea a los libros que no pueden ni deben leerse.
Pero miles han leído en Nicaragua la versión electrónica de mi novela prohibida, que anda de pantalla en pantalla, el equivalente en el siglo veintiuno de los barriles de vino y de tocino para el contrabando de las ideas y las invenciones, y de las copias mimeografiadas de antaño.
En Malmö, Suecia, se ha abierto la Biblioteca de Libros Prohibidos “Dawit Isaak”, dedicada al escritor declarado traidor y preso sin juicio alguno por largos años en Eritrea. Contiene desde Versos satánicos de Salman Rushdie, perseguido por el régimen teocrático de Irán, a los libros de Svetlana Alexievich, la premio Nobel perseguida por el dictador estalinista de Bielorrusia Alexsandr Grigórievich Lukashenko.
También existe en Tallin, capital de Estonia, el Museo de los Libros Prohibidos, creado con el propósito de “preservar libros que han sido prohibidos, censurados o quemados y contar su historia al público”.
Así que dos largos viajes esperan al inspector Morales y al cortejo de personajes de Tongolele no sabía bailar, en busca de su bien merecido lugar en los estantes de esas bibliotecas que representan el espíritu de la libertad.
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