“La religión sirve para impedir el conocimiento, promover el miedo y la dependencia. Es responsable en gran parte de la guerra, opresión y miseria del mundo”. (Bertrand Russell).
Ahora, que abrimos los telediarios con la noticia de las peores masacres, ahora que nos escandalizamos por la barbarie en Israel y Palestina. Ahora, que el papa Francisco no se pronuncia, o lo hace bajito, ante tanto horror. Ahora que líderes de todas las religiones apuntan con el dedo a la política, ahora más que nunca, conviene recordar que, si bien no siempre el origen, pero siempre el combustible, que alimenta este y otros muchos conflictos, es aquello que debería promover, atendiendo a su propia naturaleza, la paz y el entendimiento, esto es, la religión.
Si atendemos un poco a los orígenes de este conflicto que está llenando de horror al hipócrita occidente, podríamos hacernos la idea, equivocada o al menos incorrecta, de que este tiene un origen político. Es cierto que el problema territorial tiene su origen en los acuerdos secretos de Sykes-Picot en 1916, mediante los cuales, en plena Primera Guerra Mundial, y tras haber realizado promesas que escapaban de su capacidad buscando el necesario apoyo de los árabes para derrocar a los otomanos, Francia y Gran Bretaña se repartieron el pastel del otrora Imperio, de tal manera que Francia tomaría el control de Siria y Líbano y Gran Bretaña se apoderaría de Transcisjordania, actual Jordania, Irak y Palestina, comprometiéndose, en 1917, a construir “un hogar nacional judío en Palestina”.
Todo esto, al contrario de lo enunciado al principio, podría indicar o al menos insinuar el origen político del conflicto, pero realmente, desde un punto de vista puramente objetivo, la raíz misma del problema se encuentra en la creación en 1896, por parte del periodista judío Theodor Herzl, autor de Der judenstaat (El estado de los judíos), del movimiento sionista, para cuya expansión se sirvió del reclamo de la religión, consciente de que sería una base necesaria para poder calar en el interés popular.
Irónicamente, en un principio Herzl no pensó en Palestina, sino más bien en alguna ubicación En Suramérica o en África Central, pero el desarrollo de los acontecimientos durante y sobre todo después de la Primera Guerra Mundial, con el comienzo de la colonización británica de Palestina que, con base en sus promesas en política exterior, promovió la colonización sionista de la Palestina histórica, aplicando el modelo de la “colonización blanca”, por la cual la población colona reemplaza en todos los terrenos a la población indígena.
El problema se agravó tras la Segunda Guerra Mundial, con la cesión del problema de Palestina a las Naciones Unidas, por parte de los británicos, por la presión política y violenta, en forma de terrorismo, de los árabes que exigían el cumplimiento de las promesas realizadas.
Así pues, teniendo en cuenta que el organismo de las Naciones Unidas había sido creado en 1945, el 29 de noviembre de 1947, unas Naciones Unidas que todavía adolecían de solidez votaron a favor de la partición de Palestina en dos Estados. Uno judío y otro árabe. Atendiendo a la religión, prevalente y mayoritaria en ambos territorios, una judía y otra musulmana. Además, se agravió a la población indígena otorgando 55% del territorio al Estado judío que, por otra parte, solo poseía apenas 6% de la tierra.
No obstante, ambas partes rechazaron la propuesta. Los judíos, porque querían aún más territorio y los árabes, evidentemente, porque se negaban a dividir su territorio con una comunidad colonizadora, en lo social y en lo religioso.
Todo esto derivó, finalmente, en la creación unilateral del Estado de Israel en mayo de 1948, expulsando violentamente a más de la mitad de la población palestina, relegándolos a la condición de refugiados que, aún a día de hoy, prevalece. Y a la disgregación entre los que permanecieron en el Estado de Israel y los que se dirigieron a los últimos vestigios de la Palestina histórica, Cisjordania, Gaza y Jerusalén, viéndose obligados a abandonar todo cuanto poseían. A día de hoy, ninguno de ellos ha podido regresar a sus hogares de origen.
De todo esto, me permito extraer dos conclusiones claras. La primera de ellas, que la religión ha estado presente, como parte integrante, en la mayoría de los conflictos que consideramos políticos, desde la colonización árabe de la península ibérica a su posterior reconquista, hasta una de las etapas más graves de nuestra historia reciente, el holocausto, que lejos de ser un asunto político, tuvo su origen y su consecuencia en el antisemitismo. Así pues, nos hallamos , nuevamente, ante un conflicto cuyo origen primario es, sin duda, el religioso.
La segunda, que como ya he dicho en multitud de ocasiones, el papel de la prensa en la fase actual del conflicto entre Israel y Palestina se está viendo degradado por el amarillismo y la polarización, en uno y otro sentido. Vaya por delante que yo no voy a emitir juicios de valor sobre buenos y malos, sobre culpables y víctimas; pero lo que queda meridianamente claro es que no podemos convertir la información en una feria. No podemos seguir sacando policías que lloran por lo que han visto, ni directores de hospital en un atril rodeado de cadáveres incluso de bebés, como hemos podido presenciar en estos últimos días.
La información es la base del conocimiento. Y el conocimiento es el pilar sobre el que debe asentarse la opinión. Así pues, infórmense. En este y en todos los terrenos, antes de emitir juicios de valor. Es muy duro ver a un padre con su bebé muerto en los brazos, pero no es información. Es el folklore que sustenta los informativos.
Nada más lejos de mi intención que posicionarme. Los hechos son los que son. Nada justifica la violencia y el dolor, pero entendiendo lo que ocurre podremos, al menos, opinar con dignidad y rigor.
Así pues, infórmense. Y luego, por supuesto, opinen.
“La información es poder”. (Sir Francis Bacon)