El 6 de enero pasado, incitada por Donald Trump, una turba enardecida quiso alterar el resultado electoral en Estados Unidos, interrumpió el funcionamiento de uno de sus poderes públicos, usó de la violencia en contra de policías –terminando con la vida de uno de ellos–, y amenazó con la fuerza a quienes estaban cumpliendo una función pública. Con el pretexto de un fraude electoral, Trump se había valido de las redes sociales para instigar a que sus seguidores fueran al Capitolio a intimidar a los congresistas para que proclamaran un resultado distinto del indicado por las papeletas electorales. Twitter y otras redes sociales suspendieron las cuentas de Donald Trump, lo que generó comentarios tanto de apoyo como de rechazo a esa medida.
En el debate que ha surgido de este incidente, por una parte, se defiende la libertad de todos para expresarnos libremente, y por la otra se objeta la difusión de mensajes que puedan incitar al odio o a la violencia. Para algunos, la libertad de expresión es un derecho fundamental, en el que se sostiene todo el andamiaje de la democracia y de nuestro sistema de libertades, y que debe ser preservado; para otros, la convivencia pacífica, el respeto a la dignidad de los demás, y la prohibición de la discriminación, son valores superiores que no pueden ser amenazados por mensajes de ningún tipo. La libertad y la necesidad de un mínimo de orden social siempre han estado en pugna. La cuestión es cómo conciliar ambos elementos, sin que ninguno de ellos se vea desnaturalizado.
Según los instrumentos internacionales de derechos humanos en vigor, hay cierto tipo de mensajes que no están protegidos por la garantía de la libertad de expresión. La propaganda de guerra, al igual que la apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia, no sólo no están amparados por la libertad de expresión, sino que están prohibidos. No forman parte de la expresión protegida. Por lo tanto, cada Estado debe velar porque esos mensajes sean censurados, y sus autores sean debidamente sancionados. Esa es la respuesta de la ley y, en principio, la reacción de Twitter sería compatible con ella.
Por supuesto, puede objetarse que los mensajes de Trump no correspondían exactamente a lo que está prohibido, pues ellos no constituían una apología del odio “nacional, racial o religioso”, sino una discriminación que, si bien tiene una carga racista, es fundamentalmente ideológica. Los mensajes políticos o ideológicos sí están amparados por la libertad de expresión; pero, aun así, por razones de orden público o de seguridad nacional, el Estado puede “restringir” la difusión de mensajes que constituyan una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia. Pero la censura a los mensajes de Trump no vino de una agencia del Estado, ni fue impuesta por la ley.
Éste es un ingrediente adicional, que muestra que ésta no es una pugna entre la autoridad y la libertad, sino que es el resultado del funcionamiento de mecanismos de control social distintos del ejercicio del poder político. No ha sido la autoridad pública la que ha censurado los mensajes de Trump, sino una empresa privada, ciertamente muy poderosa financiera y políticamente, pero que no se ha valido del poder del Estado. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha rechazado que una red social, o una empresa privada, pueda silenciar a una persona, censurando sus mensajes e interfiriendo con el ejercicio de su libertad de expresión. Creo que López Obrador se equivocó, al no percibir que, en ese momento, la noticia era un ataque al corazón de la democracia, y no los mecanismos que la sociedad utilizaba para defenderse.
Sin embargo, también es válido examinar esta arista de la libertad de expresión, que muestra el conflicto entre la libertad para expresarse y la libertad para escuchar. El Estado no puede interferir en nuestro derecho a buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole; pero eso no significa que, como ciudadanos, estemos obligados a escuchar Aló, presidente, o que debamos leer los mensajes de Twitter de un personaje como Trump. La libertad de expresión no implica que un medio de comunicación social deba prestarse para difundir cualquier tipo de mensaje, o que, como ciudadanos, tengamos el deber de recibir en nuestro hogar a un predicador religioso, a un charlatán o a un vendedor de ilusiones. Cada uno de nosotros tiene derecho a decidir a quién escuchar, y hasta dónde desea escuchar; lo mismo es válido para las redes sociales. Si en una reunión convocada por una asociación civil se ha logrado colar un provocador, que defiende el holocausto o la violencia en contra de las mujeres, los organizadores de la reunión tienen derecho a expulsar a quien no comparte sus mismos fines y valores, o a quien es incapaz de comportarse con el respeto debido a la dignidad de los demás. Tal vez no podamos impedir que ese provocador se reúna con otros nazis o maltratadores, pero sí le podemos decir que, en nuestra casa, no es bienvenido.
No confundamos la libertad de expresión con la obligación de escuchar mensajes ética y políticamente inaceptables. No manchemos el noble papel que le corresponde a la libertad de expresión en una sociedad democrática, dándole legitimidad a mensajes e ideas que pretenden hacer estallar los cimientos de la democracia.