Conocí a Benedetti cuando acababa de llegar a Caracas. Coincidimos en el restaurante del Hotel Cayena en Caracas. Yo estaba en compañía de un amigo estadounidense que realiza un apostolado para mejorar las relaciones entre Estados Unidos y Venezuela, y un jefe político moderado de la oposición. Me acerqué a Benedetti, le recordé que le había escrito con su asesora Lorena, que estaba junto a él, y acto seguido lo presenté a mis acompañantes.
Quedamos en vernos, pero luego desistí de la idea porque Benedetti empezó a hacerse fama en Caracas, en lo que no voy a ahondar -todo el mundo político sabe a qué me refiero- y a atacar a la oposición, a pronunciarse de manera nada diplomática en asuntos sobre el debate interno y hacer pronunciamientos sobre el jefe del Estado colombiano como si hablara de un socio de juegos y no como el presidente del país al que representaba.
Me impresionó que Benedetti no se involucrara lo suficiente como se esperaba en la llamada Cumbre de Colombia sobre Venezuela, quizás porque no gozaba del respeto de la oposición venezolana a la que había injuriado.
Las cosas me parecieron escandalosas cuando Benedetti, en una visita a Washington, soltó en un importante auditorio que estaba autorizado por Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, para vender Monómeros, una empresa venezolana. Una persona que se atreviera a decir eso en Washington estaba desconectada del mundo diplomático. Aquello era un escándalo de corrupción. Un embajador extranjero diciendo que estaba autorizado para vender el activo de otro país.
Cuando escribo esta columna, he escuchado las respuestas al escándalo de los audios de Benedetti del canciller Leyva, al que tuve el inmenso placer de conocer hace un mes en Bogotá.
Leyva es un hombre con un humor negro muy tenaz, pero un verdadero hombre de diálogo, capaz de tolerar con mucha paciencia las ideas contrarias. El día que hablamos le dije que era un fanático religioso en mis posturas sobre la economía libre sin intervención del Estado, a lo que él preguntó: «¿Cómo es eso?». Le respondí que como todo fanático religioso en temas de economía, yo no aceptaba discusiones. Él se echó a reír y me dijo: «Me divierte eso».
Salí ese día deseándole mucha suerte en lo que estaba haciendo Colombia, un esfuerzo al que recientemente se ha sumado Brasil para tratar de llevar al gobierno de Venezuela a un punto de reconciliación con los valores democráticos que, como bien dijo Lula hace algunos días, están cuestionados en el mundo.
Pienso que países como Colombia, Brasil y Chile, que están en la izquierda y se mantienen en el carril del respeto a la institucionalidad democrática, pueden hacer mucho por Venezuela, donde hay dos problemas básicamente: un gobierno camorrero listo para enfrentarse hasta con el Espíritu Santo, y una oposición sin proyecto económico alternativo, solo entregada a desalojar al chavismo sin contemplaciones y consideraciones.
Colombia, por su cercanía, puede ayudar mucho. Fue el presidente Petro, con el que no tengo ninguna cercanía ideológica, el primero en sugerirle a Maduro que resolviera su situación con el sistema interamericano de derechos humanos. Lo hizo, es verdad, con algo de confusión, porque no se puede resolver la situación con la CIDH si antes Venezuela no vuelve a su foro natural, la Organización de Estados Americanos. Recientemente, el presidente de Argentina se sumó a esa petición en privado en un encuentro con Maduro.
Leyva, el canciller colombiano, tiene un don de escucha y ha demostrado respeto tanto al gobierno de Venezuela como a los opositores. Pero para avanzar, necesitan un embajador en Venezuela que maneje el trago y sus pasiones y entienda su rol de colaborador para mejorar la situación en Venezuela, lo cual es beneficioso económicamente para Colombia y la región.
Como político venezolano, debo ser respetuoso de un asunto interno como el que vive Colombia por los audios filtrados por Semana. Sin embargo, está claro que Benedetti es la muestra de lo que no debe ser ningún político, ni en Colombia ni en ninguna parte.
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