OPINIÓN

Letras sobre la Venezuela decadente y el Fénix como utopía

por Nelson Chitty La Roche Nelson Chitty La Roche

“Una mejora realmente fundamental y esperanzadora del ‘sistema’ no puede ocurrir sin un cambio significativo en la conciencia humana”. Vaclav Havel, Perturbar la paz, 1986.

En una reunión en la que participé recientemente con mis compañeros de ruta existencial, aunque faltaron algunos que mucho aprecio y en la nostalgia siento; seguidores todos de la democracia cristiana como pensamiento y movimiento político, como compañeros de partido y varios como sociedad civil, nos consternamos por una constatación común a todos; nuestra gente está sumida en una suerte anímica compleja en la que sintomatológicamente se advierte la desesperanza, la frustración, la amargura y la segregación de la nación como cuerpo histórico, social, político, religioso, cultural y especialmente espiritual.

Vivimos a modo colectivo, parental y societario una hora menguada. Nuestros hijos lejos, anotan muchos y los demás, no se acercan a compartir nada porque están en la brega de la vida absortos, inmersos en la procura material, cual cazadores furtivos que persiguen el marfil del elefante.

Si acaso el batazo de Cabrera nos permitió sonreír unos a otros y, además, algo de humedad en los ojos para descubrirnos por un momento en el bálsamo de una alegría compartida por el gentilicio, para muchos no obstante inesperada o desconocida, hasta que pasó esa bola a los jardines.

A la pobreza material se suma esa que llama el filósofo José Rafael Herrera pobreza espiritual y, en suma, carentes, falentes, incompetentes asumimos el reto diario de la subsistencia y lo peor, la ostensible decadencia que se nos muestra de grosera, de insolente omnipotencia.

El declive no puede ser ocultado. En ningún área puede alegarse otra cosa que no sea un desplome. La revolución chavomadurista arruinó el país y nadie puede negarlo ante el poder de la evidencia. La patria agoniza tal como la concebimos y vivimos la mayoría de los coterráneos y los jóvenes nacidos en este tiempo hórrido y mísero, se van quedando sin referentes y solo tienen ante ellos la opción de irse o de mimetizarse.

Se ha perdido la cualidad crítica y ello se produjo cuando se corrompió el ser común; desfigurado por la crisis y se exhibió entonces, a manera de una inexorable resulta, lo que algunos intelectuales ciudadanos, sobrecogidos por el hallazgo, denominan el daño antropológico, mismo que ha secado, sin exagerar un ápice, el alma simpática y empática de nuestros hermanos cubanos.

Se habla de mejora porque algunos van a conciertos o compran en bodegones, pero miren las escuelas y universidades y confirmen lo que arriba apunté. Se caen a pedazos o se llenan de vergonzosa parálisis. Vivimos entre desgracias y tristezas y por si poco fuera, hemos perdido, además, la convicción de que hay futuro, porque en verdad no pueden percibirse en el horizonte novedades verosímiles. No hay para hacer historia porque se nos ha imposibilitado el sueño del porvenir

Hablar de la esperanza que no puede perderse es repetir un credo fatuo. No estamos, compatriotas, haciendo nada por cambiar las cosas y esa certeza ya perniciosa nos debe llevar, ya no a otras especulaciones sino a asumir la verdad exultante de que nos hemos hundido, encallamos la nave, permitiéndoles gobernar a quienes no solo no están preparados ni antes con el difunto ni ahora con el epígono y lo que han hecho sin escrúpulos ni pudicia y ante todos, puede verse y calificarse del más grande fracaso de nuestra historia y el más costoso y gravoso y eso es bastante.

¿Entonces? Confieso que me maravilló siempre la fábula del ave Fénix. Segura de su longevidad se asemeja mítica a otras que se describen en las leyendas de culturas milenarias como la persa o la china o aquella de la India. Herodoto nos comenta que viene el fénix de Arabia y lo describe imponente, epicúreo, de colores y el rojo sangre, entre varios más.

Empero, lo que lo hace singular, especial y eminente consiste en su capacidad para morir y renacer, en quemarse y de sus cenizas resucitar porque también es cadáver en el ejercicio. Me lo imagino en escena y una representación nos desborda ante la que, cual águila serena, no deja de ser porque parece que fue.

Venezuela, dicen algunos, debe ser refundada, y siempre recuerdo a Luis Castro Leiva y aquel inolvidable discurso del 23 de enero de 1998, cuando nos advirtió de lo que luego, una vez más pasó; los que llegan quieren rehacerlo todo, sacrificando, por cierto, lo que hay, lo que fuimos y somos, lo que esperamos, tenemos, significamos, a nombre de vanidades y banalidades supurantes de mediocridad.

De la mejor Venezuela, el humo y sus cenizas. El giro de una revolución de odios y resentimientos la encendió, la devasta, la consume. ¿Podrá acaso volver, renacer, la criatura de Miranda, Roscio, Bolívar, de aquellos que se equivocaron, pero ni en sus yerros consiguieron abatirla; la Venezuela sonriente de la vida y del consenso, de las artes y las ciencias, de la sapiencia y la admiración de otrora, de los valores, principios, creencias, de la valentía?, ¿la de los héroes civiles cuyos nombres han querido, los chavomaduristas, llenar de denuestos para tergiversar la historia y privarnos así, de la verdadera secuencia de nuestras ejecutorias como nación?

¿Refundarla, rehacerla, regenerarla o resurgirla? Se escuchan ecos que, sin embargo, comparten un sentimiento de apremio, de angustia, de decepción sobre lo que hoy representa el Estado venezolano. Aquella expresión que oíamos a menudo como por antonomasia, ¡El mejor país del mundo!, se ha silenciado cuasi completamente.

La patria, catatónica, late callada, opaca, oscura, herida, ofendida, maculada, violada. Cual náufrago y aún entre las rocas que golpean inmisericordes las olas de las crisis yace agónica y todavía aparecen lisonjeros, adulantes, alabarderos que hacen el coro al demonio cuando anuncia que en el infierno las cosas van mejor como dice el poeta, como si el aire del averno tolerara los himnos.

Pero si el Fénix puede y resurge de su debacle y, luego aletea para vivificarse, para inhalar coraje de sus entrañas y volver a ser; para pintarse de armonía y tonos intensos, entre fábulas y utopías será menester mirarnos y, comernos con la vista nuestro terruño, cual ave que emerge de la muerte y lo hace por la vida. Como el Fénix, pues.

Hoy estamos separados, divididos, partidos, desgarrados, amputados, malogrados, lisiados los compatriotas. Míseros, embrutecidos, mediocrísimos, enajenados los unos contra los otros y allí radica nuestra debilidad, nuestra semiología médica coteja que hay odio donde señalan a los sedicentes como odiosos y con odio redomado, rencorosos y viles los tratan tal enemigo. Los que se pretenden distintos se odian entre ellos mismos para coronar la montaña de todos los colmos.

Podemos, no obstante y por alta que sea puesta la vara, saltarla, superarla, pero, hay que derrotar juntos al odio, perdonándonos, pero con justicia. Ya Giorgio Agamben nos ilustró sobre cómo la guerra civil no puede durar para siempre porque los contendientes somos la misma gente, a pesar de todo.

Siempre recuerdo y para los contumaces lo haré nuevamente, al poeta Vaclav Havel, en el otras veces citado pero siempre vigente discurso que pronunciara sobre el odio y a guisa de corolario lo dejo acá plasmado, con vuestra venia: “Los hindúes tienen una fábula sobre el pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo, pero con dos cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno. El resultado es evidente: el pájaro Bhérunda empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta. Krishna, con su misericordia ilimitada, lo resucita para que recuerde siempre a los hombres cuál es el final de cualquier odio. Jamás consume sólo al odiado, sino siempre y a la vez -y puede que con más fuerza- al que odia».

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