El torturador no se da por vencido, en su infinita irracionalidad puesta al servicio de una cúpula que eligió la dominación, la ruina material y espiritual de otros seres humanos para sostenerse en el poder, insiste en aplicar la mayor cantidad de sufrimiento posible a quien tiene a su merced. Ese sujeto que al igual que él, tiene nombre y apellido, nacionalidad y una familia que anhela su retorno a casa. El torturador al terminar su “faena” posiblemente es un miembro corriente de una comunidad, un padre afectuoso o esa persona que conseguimos en la entrada y nos da los buenos días. No sabemos si su oficio realmente le afecta, probablemente lo ha normalizado a tal punto, que no percibe al torturado como persona, estima que sólo es un objeto con el que puede hacer lo que le venga en gana, total, en Venezuela los torturadores son premiados por sus servicios a la revolución. Por los momentos es así.
Por su parte, el torturado resiste, al terminar la “faena”, intenta reponerse de su sufrimiento físico y espiritual. A diferencia del torturador, razona, analiza, crea. Las secuelas de la tortura aún son materia de estudio por diversas disciplinas, son inconmensurables. No sólo afectan a la víctima, también a sus familiares y amigos, a todo el entorno que siente su dolor, pero además la impotencia y la ausencia de justicia, en fin, nos afecta a todos como sociedad. Pero el torturado razona, tal vez piensa en lo que lo llevó a esa situación. Si se trata de razones políticas, seguramente repasa sus convicciones, las fortalece y está consciente que ellas lo condujeron a enfrentar al esbirro que tiene al frente.
En nuestro país afortunadamente muchos de los torturadores ya no son anónimos, tienen rostro, están identificados y la justicia espera el momento en el que estarán sentados en un tribunal balbuceando justificaciones sin valor jurídico, pero si histórico, que contribuirán a develar la maquinaria creada para esta miserable práctica. Por los momentos, la letra de la Ley contra la Tortura es letra muerta, pero afortunadamente hay otras letras más vivas que nunca. Son letras que se convierten en una suerte de venganza cívica, que hacen reflexionar sobre la infinita capacidad humana de crear a partir de las más extremas situaciones. Numerosos poetas han tenido a la tortura como inspiración para colocarla en el aborrecible sitial que merece. Acá les comparto dos poemas en los que el realismo de las palabras, no eclipsa la belleza de la composición.
Mario Benedetti escribió:
Alguien limpia la celda
de la tortura
que no quede la sangre
ni la amargura
alguien pone en los muros
el nombre de ella
ya no cabe en la noche
ninguna estrella
(…)
alguien piensa en afuera
que allá no hay plazo
piensa en niños de vida
y en un abrazo
alguien quiso ser justo
no tuvo suerte
es difícil la lucha
contra la muerte
alguien limpia la celda
de la tortura
lava la sangre pero
no la amargura.
Otro poema que nos recuerda que desafortunadamente la tortura es milenaria lo escribió la premio Nobel de Literatura polaca, Wislawa Szymborska, quien acertadamente sostiene que para desgracia de la humanidad no ha cambiado nada.
No ha cambiado nada.
El cuerpo duele,
debe de comer y respirar aire, y dormir,
tiene la piel fina y justo debajo de ella, sangre,
tiene una buena cantidad de dientes y uñas,
sus huesos son frágiles, las articulaciones extensibles.
En las torturas todo esto se toma en consideración.
Nada ha cambiado.
El cuerpo tiembla como temblaba
antes de la fundación de Roma y también después,
en el siglo veinte antes y después de Cristo,
las torturas son como eran, sólo la tierra ha empequeñecido
y cualquier cosa que pasa, es como en la casa del vecino.
No ha cambiado nada.
Sólo que hay más gente,
junto a las viejas culpas aparecieron nuevas,
reales, provocadas, momentáneas y ningunas,
más el grito con el que el cuerpo responde por ellas
era, es y será el grito de la inocencia,
según la escala y el registro eternos.
No ha cambiado nada,
quizá solo modales, ceremonias, bailes.
El gesto de las manos protegiendo la cabeza,
sin embargo, sigue siendo el mismo.
El cuerpo se retuerce, forcejea y arranca,
derribado cae, dobla las rodillas,
se amorata, se hincha, babea y sangra.
No ha cambiado nada.
Excepto el curso de los ríos,
la línea de los bosques, las costas, los desiertos y los glaciares.
Entre esos paisajes la pequeña alma deambula,
desaparece, vuelve, se acerca, se aleja,
extraña para sí misma, intocable,
una vez segura y otra vez insegura de su existencia,
mientras que el cuerpo está, está y está
y no tiene dónde guarnecerse.
Algunos creemos que la justicia es una especie de creación poética cuando es realmente justa, cada letra de una sentencia que reivindica a la víctima y señala a quien atentó contra sus derechos, acompasa lo que es correcto frente a lo que nunca debió ser. Lo que es cierto, es que la poesía contra la tortura es el desagravio a los que sufren, una revancha frente a la barbarie. Sin embargo, la Venezuela de hoy es tan particular, que quien funge como el sostén de la impunidad frente a la tortura, también se cree poeta.
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