La violación generalizada y sistemática de los derechos humanos en Venezuela, iniciada a la par de la instauración del proceso chavista, se ha perpetrado mediante métodos que requieren de una premeditada planificación y del concurso de todo un aparataje represivo que actúa sin límite alguno. La impunidad de quienes deberían responder por esa atrocidad ha estado blindada por los operadores de un sistema judicial complaciente y afecto a un régimen que se caracteriza por su desprecio e irrespeto al orden constitucional y a la institucionalidad.
El Titulo III de nuestra cacareada Constitución, en su articulado, impone el obligatorio respeto y garantía de los derechos humanos que deben guardar los órganos del Poder Público conforme a la propia Constitución y al ordenamiento internacional que regula la materia. A los fines de estas líneas, lo más importante a destacar es el rango constitucional que tienen en este aspecto todos aquellos tratados, pactos y convenciones internacionales ratificados por Venezuela, que son de aplicación inmediata y directa por los tribunales nacionales y demás órganos del Poder Público.
Cuando esos derechos humanos son violados, el Estado tiene la obligación de investigar y sancionar los delitos que hayan cometido las autoridades. Incluso, expresamente señala el texto constitucional que además de ser imprescriptibles las acciones para sancionar la violación de los derechos humanos y de lesa humanidad, los mismos serán investigados y juzgados por los tribunales nacionales.
En el país, la “verdad verdadera” se ha impuesto al deber ser. Es un hecho incuestionable que durante estos veintidós años el régimen se ha caracterizado por no honrar el gran logro de haber dotado a los derechos humanos de una normativa constitucional de indiscutible valor, pero que lamentablemente la han convertido en una inocuidad con rango constitucional.
La negativa de Chávez a recibir la ayuda calificada de Estados Unidos en el deslave de Vargas, en un acto de irresponsabilidad e insensibilidad, realizado en desmedro del derecho de los damnificados de ser asistidos en la tragedia, marcó el inicio de toda una serie de hechos que parecieran formar parte de una política de Estado destinada a doblegar voluntades y sembrar la desesperanza mediante la amenaza y la represión para perpetuarse en el poder. Así ha ocurrido con el impedimento de la entrada a la ayuda humanitaria desde Colombia; como también con el arbitrario despido masivo de empleados y trabajadores petroleros; con la situación espantosa de haber tenido 15.000 presos políticos desde 2014, como lo ha manifestado el director del Foro Penal, Alfredo Romero, y con muchos más a quienes les ha hecho dura y penosa la situación por mantener una posición política distinta a la del régimen y han quedado segregados mediante unas aberrantes listas que fueron más allá del sectarismo y se convirtieron en instrumentos para la persecución y la exclusión social.
Igualmente, ha sido sistemática la represión contra las manifestaciones opositoras. Las protestas fueron sofocadas a sangre y fuego, y el asesinato a escala vista ha sido una constante desde los hechos de Puente Llaguno. La criminalización de las opiniones y el cierre generalizado de la mayoría de los medios de comunicación, además de la tortura y la desaparición forzada -definitiva o temporal- de personas, caracterizan un ambiente político y social plagado de graves violaciones de los derechos humanos del venezolano que se ha intensificado conforme transcurre el tiempo. La prueba más reciente es la reseñada por Provea cuando contabiliza 800 ejecuciones extrajudiciales en Venezuela durante el primer semestre de 2021.
En este aterrador marco, generador incluso de la diáspora, los responsables de tamañas violaciones no han sido procesados ni sancionados; antes por el contrario, en casos emblemáticos han sido distinguidos con reconocimientos, ascensos y condecoraciones. La administración de justicia en manos de operadores políticos que garantizan la hegemonía del régimen, no permite justiciables pertenecientes al represivo y letal aparato civil y militar del Estado. Es nugatorio cualquier intento de hacer valer nuestros derechos en las instancias nacionales.
Dado que el Estado venezolano ha incumplido el mandato constitucional de investigar y sancionar a las autoridades por los delitos contra los derechos humanos, priva en el caso el Estatuto de Roma. Su rango constitucional en lo interno impone no solo la aplicación de esa normativa internacional sino también al órgano jurisdiccional que es la Corte Penal Internacional para investigar y sancionar el delito de violación de los derechos humanos, cuyas decisiones son de aplicación inmediata y directa por los tribunales y demás órganos del Poder Público, como la pauta nuestra carta magna. Todo esto ya está en curso.
En este contexto, queremos poner énfasis en algunos aspectos que consideramos de gran interés por el impacto y las consecuencias jurídicas, políticas y sociales que traería consigo una decisión sancionatoria de la CPI contra los superiores y demás funcionarios en la cadena de mando; así como el relativo a la justicia transicional. Lo trataremos en el próximo artículo.
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