No recuerdo las circunstancias porque todo ocurrió cuando yo era preadolescente, es decir, cuando el poeta español León Felipe (1884-1968) apareció en mi vida hace muchas décadas atrás, posiblemente en 1948, vale decir ayer no más porque ya sabemos que el tiempo no hace otra cosa que dar vueltas en sí mismo, es decir, en su propio eje y pongo un ejemplo nada grato: la sociedad civil aplaudió en 1908 a Juan Vicente Gómez e hizo decir a Manuel Vicente Romero García refiriéndose a Don Cipriano: «Se fue Atila, pero dejó el caballo». El caballo estuvo 27 años duros y ásperos maltratando al país, pero sigue siendo la misma sociedad la que décadas más tarde aplaude a Hugo Chávez y este oscuro y perverso oportunista que recibe una Constitución «moribunda» no dejó un caballo sin una mula que lleva más de 20 años irrespetándonos sin piedad.
León Felipe apareció en aquella sala abarrotada y anhelante y permaneció parado allí, en silencio, mirándonos a todos, y nosotros sintiéndonos incómodos. Entonces preguntó con airada voz, la amarga voz del exilio: «¿Ha llegado el obispo? Y el auditorio se miró a sí mismo, estupefacto. «El alcalde, ¿ha llegado?», «¿Ha llegado el gobernador?», continuaba preguntando León Felipe y nosotros desacostumbrados a situaciones como ésa seguíamos atónitos y fue cuando el poeta con recio timbre explosivo exclamó: «¡Mejor! !Empecemos sin ellos!». ¡Si me preguntan, diría que fue la primera vez en mi alocada y despistada vida que aplaudí con feroz entusiasmo!
Y el poeta nos fascinó con la dura madera de su poesía recia, sedienta de justicia y dignidad, el ramalazo de un exilio que apenas conocíamos porque ya Gómez comenzaba a desaparecer de las puertas donde todos creían que se escondía para espiar el miedo que inspiraba su nombre y López Contreras, en marzo de 1937, ya había expulsado del territorio venezolano, y habían regresado, a 48 dirigentes políticos sin importarle si eran o no comunistas. Era también la primera vez que yo escuchaba a un poeta de carne y hueso explicarse sin melindres románticos ni ramos de flores azucaradas.
La poesía se hizo presente en aquel auditorio porque se escuchó la voz del exilio, un estruendoso grito de justicia, una poesía considerada en su tiempo como revolucionaria porque expresaba el dolor ante la España perdida en los laberintos de la muerte ataviada con el uniforme militar del franquismo.
¡El dolor de una patria dejada atrás, atormentada y acosada por la ilegalidad y la opresión! Una manera propia y honesta de expresar la ira y el descontento. Pero hacerlo así, hoy, seguiría siendo un presente ya concluido y superado y León Felipe murió un 18 de septiembre cuando alcanzaba sus primeros 84 años de gloriosa aventura.
Es de esperar que la diáspora venezolana de la hora actual provocada por la nefasta altanería del socialismo bolivariano no produzca ninguna retórica panfletaria porque fue Huidobro quien nos enseñó a no mostrar la rosa en el poema sino hacer que florezca en él; y fueron su hija Manuela y Eduardo Anguita quienes escribieron su epitafio: «Aquí yace Vicente Huidobro. Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar» porque es así, al fondo de todo lo que hagamos o nos dispongamos a escribir estará el mar (es decir, la poesía), siempre igual a sí mismo en su vida y en la inagotable vida que vive en él.
Y en lugar del estruendoso y entonces acertado clamor de justicia que a su paso rugía y pregonaba León Felipe nos habremos esforzado para que nuestra ira y descontento florezcan hoy en la urgencia de un lenguaje ungido él mismo con el sagrado aceite de la libertad y de la dignidad que creíamos haber perdido. Y al hacerlo así, encontraríamos a un orgulloso León Felipe de regreso del exilio abrazado a la poesía sin necesidad de preguntarse si han llegado el alcalde o el gobernador porque seríamos libres y estaríamos todos al lado de María, una valiente y admirable mujer venezolana (mil novecientos en números romanos), navegando hacia el sol.