El diario vivir y desempeño de múltiples roles y funciones nos expone voluntaria o fortuitamente a diversos lenguajes y personas que interpretan la vida de variadas maneras. Todos con porción de sabidurías humanas, divinas o ambas, ofrecen lo mejor de sí, en los entornos donde se desenvuelven y sus palabras, fundamentadas en mayor o menor proporción, suelen ser cautivantes en un momento dado de necesidad, vulnerabilidad emocional o espiritual. La vida en sí convierte a los individuos necesariamente escuchas de unos por sobre otros. Una psiquis crítica y valores profundos materializan la capacidad de filtrar lo que se recibe y hacer uso oportuno de la información.
Noticieros, redes sociales y diarios personales son reflejos de conductas autodestructivas, conflictos humanos y desastres por doquier. Así mismo, reflejan maravillas de seres valientes, esfuerzos notables de organizaciones o personas con propósitos claros, y novedades del mundo natural fascinante. En ocasiones, es tanta la información de toda índole que desconectarse resulta imprescindible para la salud mental y emocional. Esto me hace imaginar por un momento, como todos parecen hablar sin parar, en lenguajes diferentes, con intenciones y contenidos diversos, nadie se detiene, solo hablan y comentan sin atajar.
Leyendo en particular la experiencia de Pentecostés, donde los involucrados fueron llenos del Espíritu Santo, los que llegaban al lugar sorprendidos, cada cual escuchaba en su lengua materna y todos se asombraban. Comencé a meditar qué significa una lengua materna, por qué en particular ocurrió así, en lugar de que todos escucharan en una lengua común. Imaginando un momento similar en este tiempo, no solo de multilingüismo sino de diversos medios de difusión, cómo ocurriría un tiempo como el de Pentecostés. Qué percepciones se tendrían, dadas las circunstancias.
Vinieron a mi pensamiento algunas características de lo que puede significar una lengua materna para los individuos de forma subjetiva. Es probable que genere confianza, los lazos más fuertes de amor y confianza se producen en la infancia, inicialmente con los padres por lo que escuchar en la lengua de esos tiempos resulte un arrullo a la memoria y afectividad. Luego de ello, es factible que genere una sensación de direccionamiento o afirmación en el deber ser, lo que evoca principios de identidad y buena conducta, por supuesto, asociado a padres que crían con valores, procurando sujetos de bien. Por último, medité en la posibilidad de que el lenguaje materno genere una sensación de protección. Un padre por instinto protege y preserva la vida, pese a las fallas o situaciones apremiantes que suscita la concurrencia de los hechos, y las buenas o malas decisiones de sus hijos.
Aunque para algunos pensadores esto no signifique nada, hay un fin con lo que planteo. Intento expresar la necesidad de que todos escuchemos en la lengua materna de nuestro ser. Ésta solo puede ser el amor, no cualquier amor limítrofe junto a condiciones senescentes vitales, sino el amor eterno, que fundamenta la intervención divina en la conducción caótica de la humanidad. Ese amor que profesan quienes ha experimentado y comentan abiertamente encuentros espirituales con el creador, cuyas vidas llegan a ser cambiadas por completo, con la convicción de que hay mucho más de lo que en ocasiones estamos dispuestos a ver.
En esta valiosa oportunidad, me propongo esparcir la semilla de reconocimiento colectivo, que necesitamos una intervención divina como la que se vivió en Pentecostés. Donde, sin ser llamados todos se sintieron convocados, y un lenguaje familiar que probablemente les evocaba sensaciones de afirmación en identidad, afectividad, confianza y protección les arropó. Un día como ese cambió la vida a quienes lo experimentaron, y quizás otro día como tal también nos cambie la vida a esta generación, que ha sido embestida en la esperanza y sufre una especie de síndrome de Estocolmo, ante el secuestro de la atención y tiempo, los cuales se constituyen como única riqueza de administración autónoma.
@alelinssey20
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