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Lenguaje claro y argumentos convincentes

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El empleo apropiado frente al uso banal del discurso en la esfera pública es una cuestión indispensable para comprender la repercusión de la comunicación en momentos históricos cruciales. 

Reflexionando sobre algunos cursos de argumentación que he impartido recientemente, he revisado ciertos trabajos asignados a los participantes, los cuales consisten en analizar textos reales en lugar de ejemplos artificialmente diseñados. Esto permite enriquecer su comprensión al evaluar piezas auténticas que han moldeado el devenir histórico y político. A continuación, comentaré brevemente algunos de los discursos emblemáticos que he seleccionado para mis clases, evaluados desde la óptica de la argumentación efectiva. 

El orden de dichos discursos no lo escogí por la importancia o notabilidad de ellos, en tanto estimo que todos son igualmente acreditados y han ejercido un papel trascendental en sus respectivos contextos sociopolíticos; lo haré cronológicamente en el caso de los discursos en inglés; el discurso en español es solo uno.

Comenzaré por el célebre discurso de Winston Churchill, titulado «Lucharemos en las playas» (en inglés: «We shall fight on the beaches»), pronunciado el 4 de junio de 1940 ante la Cámara de los Comunes. En esta pieza oratoria, Churchill discurre sobre acontecimientos profundamente dramáticos, como la llamada «Operación Dinamo», también conocida como el «Milagro de Dunkerke»; ese fue el rescate de más de trescientos mil soldados tanto británicos como franceses del puerto francés de Dunkerque, suceso ocurrido entre el 26 de mayo y el 4 de junio de 1940. Frente a tales circunstancias, Churchill, con una voz gangosa, preñada de convicción, enfatiza que la victoria final será de Gran Bretaña, y pronuncia la inolvidable frase: «¡Nunca nos rendiremos!» («We shall never surrender!»). Aunque esta declaración suele ser la más recordada, me parece relevante destacar otra parte del discurso, quizás influida por los recientes sucesos que nos rodean en el país. Churchill asevera que la lucha continuará «hasta que, cuando sea la voluntad de Dios, el Nuevo Mundo, con todo su poder y fuerza, avance al rescate y a la liberación del Viejo». Estas palabras han trascendido esa época, manifestando el coraje de una nación resuelta a defender cada piedra de su espacio vital. 

El segundo discurso que utilizo en clase es «Yo soy berlinés» («Ich bin ein Berliner»), pronunciado por John F. Kennedy el 23 de junio de 1963 durante su visita a Berlín Occidental, pocos meses antes  de que fuese asesinado en Dallas, Texas, durante una caravana que lo conducía al Trade Center donde daría un discurso. 

En el discurso en Berlín, Kennedy proclamó su anhelo por la reunificación de Alemania y fue muy enfático en señalar las profundas e insalvables diferencias entre el capitalismo y el comunismo. Su frase más emblemática, «La libertad es indivisible, y cuando un hombre es esclavizado, ¿quién está libre?», retumbó intensamente en aquel entorno geopolítico. Además, rememoró una analogía célebre al decir: «Hace dos mil años se alardeaba de ser «Civis Romanus sum» («Soy ciudadano romano»). Hoy, en el mundo de la libertad, se alardea de «Ich bin ein Berliner» («Yo soy berlinés»)». 

El tercer discurso es «Yo tengo un sueño» («I Have a Dream»), pronunciado por Martin Luther King el 28 de agosto de 1963 frente al Monumento a Lincoln en Washington D.C. El mensaje contenido en este famoso discurso constituye uno de los mejores y más acertados ejemplos del hábil manejo de las prácticas retóricas, así como de recursos paraverbales para transmitir con éxito ideas fuertes. Es decir, el uso de una afinación recia, la vocalización perfecta y un ritmo firme y acompasado fueron clave para subrayar las locuciones más emblemáticas. 

Este discurso me ha permitido en las clases examinar el concepto de «buena retórica», y así rechazar la percepción negativa anclada en estereotipos históricos. Retórica no es sinónimo de grandilocuencia presumida, sino un recurso intrínseco de una comunicación efectiva asentada sobre lógica y persuasión. 

Para ir concluyendo, también suelo emplear para el análisis un discurso, breve pero imbuido de un profundo simbolismo, y, además, paso a ejemplificar en español: ese discurso no es otro que  aquel pronunciado por don Miguel de Unamuno, rector Magnífico de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936. Acreditado por su carácter punzante y explícito, Unamuno empezó diciendo: «Ya sé que estáis esperando mis palabras porque me conocéis bien y sabéis que no soy capaz de permanecer en silencio ante lo que se está diciendo. Callar, a veces, significa asentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia». Esta pare de su alocución engloba el arrojo propio de Unamuno haciéndole frente a etapas tan convulsas de esos años en España y, así, muestra diáfanamente el poder del lenguaje en la esfera pública como una valiosa herramienta para encarar la injusticia. 

Ante el tristemente célebre grito de «¡Viva la muerte!» proferido por Millán Astray, don Miguel de Unamuno rebatió con una reciedumbre que repercutiría en todos los ámbitos a través del tiempo. Exclamó: «Acabo de oír el grito de «¡Viva la muerte!». Este grito equivale a exclamar «¡Muera la vida!». Y yo, que he dedicado toda mi existencia a crear paradojas que irritaban a quienes eran incapaces de entenderlas, debo confesarles, basándome en mi experiencia y autoridad sobre el tema, que esta paradoja es no solo absurda, sino también profundamente grotesca y repulsiva». A continuación, Unamuno continuó su alocución con una energía y firmeza propias de su talante, cerrando con las impactantes frases: «Este lugar es el templo del intelecto y… vosotros habéis profanado su recinto sagrado. Aunque el proverbio diga lo contrario, yo sí he sido profeta en mi propia tierra. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque poseéis una fuerza bruta desmesurada, pero no convenceréis porque convencer requiere algo que os falta en esta lucha: razón y derecho. Me parece inútil apelar a que reflexionéis por el bien de España». 

Con ejemplos como éste, conviene detenerse por unos momentos y examinar el impacto del verbo en boca de figuras que simbolizan directa o alegóricamente los destinos de una nación. 

Los cuatro discursos citados no solo descuellan por su mensaje significativo, sino también por haber marcado indeleblemente hitos históricamente relevantes. 

En estos discursos pronunciados en la esfera pública, se distingue un distintivo compartido que, sin duda alguna, los exalta: cada uno hace ostensible no solo una retórica extraordinariamente espléndidamente elaborada, sino que exhibe igualmente una claridad conceptual admirable. Los oradores, absolutamente conocedores del significado de cada palabra que formulan, consiguen incidir de modo agudo e inteligente en el ánimo de quienes los oyen, marcando de manera indeleble una huella con el atinado uso del lenguaje henchido de propósito y claridad. 

Contraponiendo estos análisis con el actual panorama político venezolano, es ineludible advertir una diferencia abismal. Es común leer y oír a diario, gigantescos atropellos hacia el lenguaje, afirmaciones privadas de coherencia y expresiones que rozan lo absurdo. ¿Cómo podemos calificar, entonces, a quienes expresan tales desenfrenos y monstruosidades lingüísticas? Como mínimo, podemos colegir que la mayoría de esos «profanadores del lenguaje» estarían en la perentoria urgencia de inscribirse y aprobar algunos talleres intensivos sobre el uso adecuado del idioma castellano. 

Estoy convencida de que uno de los desafíos cruciales que tendremos que abordar cuando llegue el momento de reconstruir y edificar una nueva Venezuela será el rescate del lenguaje. 

No es un asunto menor: el lenguaje es una herramienta primordial para expresar y explicar nuestras ideas y precisar quiénes somos como sociedad. Al calificar algo como “malo”, debe ser “intrínsecamente malo”; si señalamos algo como “bueno”, debe reflejar esa “bondad”. Si caracterizamos a algo como “bello” estamos diciendo que ese “algo” produce placer o agrado estético. Adulterar la significación intrínseca de las palabras solo origina caos conceptual; es entrar en la Torre de Babel, además de originar perjuicios insondables en nuestras habilidades analíticas y entendimiento colectivo. 

Es indubitable que hay en el lenguaje recursos retóricos como es el caso del oxímoron, cuyo contrasentido apunta enfáticamente a recalcar una nota distintiva de algo concreto concerniente a una persona, un suceso o una circunstancia precisa. No obstante, esta técnica estilística se utiliza especialmente y con absoluto conocimiento de su intención. Lo que vemos actualmente, lastimosamente, no es el manejo serio ni creativo del idioma, sino una distorsión libertina y peligrosa. 

En conclusión, no hacen falta muchas palabras para llegar a esta triste verdad. Hoy sufrimos discursos desafortunados y declaraciones aún más lamentables. 

Rescatar el rico patrimonio del lenguaje será forzoso para rehacer no solo nuestra historia, nuestras tradiciones, sino que es indispensable para definir con nitidez nuestra «identidad colectiva».

En mis cursos, parto de una premisa cardinal: distinguir entre discursos argumentativamente «sólidos» y aquellos cuya futilidad o «vacío conceptual» los transforma en intrascendentes. Asimismo, enseñamos a apreciar la palabra como una vigorosa herramienta para edificar sociedades.

Concluyo recordando a Aristóteles: «La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra [lógon de mónon ánthropos ékhei tôn zôon]. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tienen también otros animales […]. En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es propio de los humanos frente a los demás animales: poseer de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y de lo injusto, y las demás apreciaciones. La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad» (Política, I, 1553 a).

@yorisvillasana

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