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Legalismo y culto a la personalidad, las dos taras del democratismo venezolano

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Auctoritas, non veritas facit legem

La autoritas, no la verdad hace las leyes

Thomas Hobbes, El leviatán

Los dos extremos de sociedades antinómicas en su relación con el orden y las leyes son los de Inglaterra y Venezuela. La Inglaterra, que no tiene Constitución, y Venezuela, que ha tenido 27, entre constituciones y reformas constitucionales. Estados Unidos se ha bastado con su Constitución fundacional y algunas reformas esenciales, como la del derecho inalienable a la libertad de ideas, religión y expresión, primera enmienda constitucional dictada el 15 de diciembre de 1791: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios.” De las 27 enmiendas cursadas entre 1789 y 1971, la más trascendental fue la decimotercera enmienda del 31 de enero de 1865 que abolió la esclavitud. Desde entonces, la sociedad estadounidense ha sido la más perfecta expresión posible de una nación libre y democrática. Vanguardia del liberalismo.

Venezuela, que nació con una Constitución bajo el brazo, tan vapuleada y transgredida, que uno de sus caudillos –de los tantos que marcan el curso de nuestra historia–, José Tadeo Monagas, dijo el 24 de enero de 1848, cuando protagonizó un criminal y sangriento atentado contra el Congreso de la República, que eran papel mojado con el que se podía hacer lo que al dictador le viniera en ganas – “las constituciones sirven para todo”. Menos, desde luego, para las pretensiones de estabilidad y buen gobierno que las dictara. Desde 1811 a 1961, 150 años de República, nos rigieron tantas constituciones como lo quisieran sus caudillos. La de 1961, dictada por las necesidades de una república liberal y democrática estatuida el 23 de enero de 1958, se extendió cumpliendo a cabalidad todos sus principios sin menoscabo de caudillos o fracciones hasta la irrupción de la principal de nuestras taras: el caudillismo militarista que pretendió con la última de nuestras constituciones, la diseñada y cortada a la medida del teniente coronel golpista Hugo Rafael Chávez Frías, aprobada por una aplastante mayoría constituyente seducida y pervertida por el golpismo de sesgo castrocomunista, ha servido para el derrumbe y extinción de la República. Tal como lo señaló el constitucionalista inglés Thomas Hobbes: no fue producto de la verdad y bienestar de los venezolanos, fue producto de la fuerza dictatorial del último caudillo. Y a pesar de su clara intención intimidatoria y dictatorial, continúa siendo esgrimida por tirios y troyanos para justificar sus ambiciones. Su artículo 233, en su numeral 11, sirvió de base para entregarle el interinato provisional de la última de nuestras república aéreas -Bolívar dixit- al diputado Juan Guaidó, cuya “legitimidad constitucional” ha sido el argumento jurídico que le ha permitido el respaldo de más de medio centenar de naciones democráticas. Bien lo dijo Monagas: las constituciones sirven para todo. Así la realidad de las armas sea su única frontera.

Es el legalismo y el caudillismo, esa malévola combinación de realidad e intenciones que rige la política nacional. No son las necesidades de libertad y justicia, se hallen o no se hallen prescritas, sean implícitas o explícitas, las que dictan el comportamiento de las fuerzas en pugna, las de la libertad o la esclavitud. Son el encuadramiento de dichas políticas en la ley vigente. Regida implícitamente por lo que el diputado y trovador cubano Silvio Rodríguez logró dictarle a la asamblea castrocomunista cubana con un insólito y absurdo decisionismo: “el socialismo en Cuba es y será eterno.” Un trovadoresco desafío a las leyes que rigen la historia. Solo tú, estupidez, eres eterna.

Sin menoscabo del respeto a la ley y el reconocimiento de su poder formativo y moderador sobre las costumbres y los usos –a veces bárbaros, como en el caso venezolano– mantengo por principio una natural desconfianza ante el idealismo constituyentista. Tanto por formación histórica como por respeto a la praxis. El último acto de naturaleza plebiscitaria realizado por los venezolanos, el del 15 de julio de 2017, ejemplar en todos sus sentidos, fue olímpicamente despreciado por la dictadura, lo que era lógico, y por la oposición y sus propios proponentes, lo que constituye una aberración que viene en respaldo de la afirmación de Thomas Hobbes: la mejor de las leyes es papel mojado si no cuenta con el respaldo de las fuerzas en pugna y, peor aún, si es despreciada por aquellos a quienes favorece. Como ha sido el caso venezolano. Esa decisión mayoritaria y ejemplarmente democrática no fue jamás tomada en serio por quienes la invocaron. Un caso extremo de hipocresía, doblez y estupidez de nuestras élites.

Salvo la minoría ilustrada que atiende a las campanadas de alarma de la realidad, nadie hizo valer la opinión plebiscitaria de las inmensas mayorías expresada el 15 de julio de 2017. Como nadie, y mucho menos quien los proclamó como un compromiso político y moral de su Presidencia Interina, ha hecho y hará valer la decisión de terminar con la dictadura, formar un gobierno de transición y convocar a elecciones generales.

Fuera de esos compromisos de obligatorio incumplimiento, nadie sabe cuál es el proyecto país de Juan Guaidó, Leopoldo López, Voluntad Popular y sus aliados del llamado Frente Amplio. ¿Es de sesgo socialista, liberal, capitalista? ¿Cuáles son sus líneas estratégicas? ¿Cómo saberlo, si salvo el nombramiento de algunos representantes personales y directos, aún no se integra un gobierno y se definen sus líneas tácticas y estratégicas?

Es el imperio del personalismo y el culto a la personalidad de la agrafia y la incultura de las actuales dirigencias. Muy lejos del espíritu colectivo y de cuerpo al que se refería Rómulo Betancourt al hablar, siempre en primera persona del plural: su generación, la de 1928. Salir de Maduro parece ser el único propósito que une a las filas opositoras. Para restablecer el Estado de Derecho, es cierto. Pero nadie sabe en concreto para qué país, para qué sociedad, para qué proyecto histórico de nación. Es una pesada deuda que aqueja a todos los partidos y sectores. Es hora de dar un paso hacia el futuro y delinear la Venezuela que anhelamos. No siguiendo el talante de las dirigencias, sino sus proyectos del país que anhelamos. ¿Será posible?

 

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