El 16 de septiembre de 2021, en Nueva York, durante la sexta conversación que Eduardo Lago sostuvo con Paul Auster, el autor de Leviatán le dijo que “en literatura no hay genios precoces, no es posible. Se pueden dar en música, en artes plásticas, en ajedrez, en matemáticas, pero en literatura no porque para dominar el lenguaje hace falta que pase mucho tiempo”. Sin embargo, Auster aceptaba cierta genialidad en Stephen Crane, que andaba en veintitantos cuando escribió Maggie, una chica de la calle. Agreguemos a Arthur Rimbaud que se inició a los dieciséis. Ninguno tan precoz como en otros oficios, cierto. Pero quizás aprender a leer sí permita observar algunos casos prematuros. Vargas Llosa aprendió a los cinco, dice; mi esposa, entre los tres y cuatro años y, seguro los hay con menos. Como sea, es más común porque es una de las primeras cosas que a todos nos enseñan y, curiosamente, también una de las primeras que odiamos y pausamos. Umberto Eco lo lamenta porque, al no leer a diario, dejamos de lado la “memoria social” y carecemos de la experiencia de nuestros antepasados, especie de inmortalidad hacia atrás.
En 2016, J. J. Millás aseguró que leer es indispensable para interpretar la realidad y modificarla, y que leer novelas fortalece el aparato crítico, aunque esta última certeza le resulte enigmática. No obstante, podría decir que me consta porque, en mis días de profesor de ciencias sociales, asignaba novelas y cuentos para temas del programa. Lo hacía porque creo en aquello que afirmó Robert Nisbet de que las humanidades, en general, recurren a la metáfora para lograr expresar ideas y describir fenómenos de la sociedad. De modo que se escribe y lee para hacernos una versión válida del mundo. No me atrevería a decir, como Sara Mesa, que la ficción es un camino para alcanzar la verdad, vieja diatriba que saltaré. En cambio, prefiero contrariar a Rosa Montero cuando exhorta a la lectura porque nos hace mejores personas y hasta podría salvarnos en algún momento.
Pienso en grandes lectores y escritores como Céline, Heidegger y otros tantos que apoyaron a los nazis. Y para ir a latitudes no tan comunes, digamos que el poeta más querido de Maracaibo, Udón Pérez, es un asesino injustificable que apenas pagó condena gracias a sus amigos poderosos. No significa que la lectura no pueda darnos alegría, pero la felicidad es de a ratos. No anda uno canturreando a lo Palito Ortega todo el tiempo. No es su objetivo principal, al menos; como tampoco puede salvarnos de estupideces. Recordemos que Zweig no se explicaba cómo Europa, siendo continente lector y culto, podía engendrar atrocidades inimaginables contra la humanidad. El mismo Vargas Llosa, que no esconde la felicidad de sus lecturas, acepta que leer no garantiza ser buenas gentes, pero sí nos hace críticos y conflictivos ante la pretensión de restringir la libertad y la democracia.
Leer puede fecundar genios oscuros y aterradores, auténticos sátrapas ilustrados. En Venezuela, para no meterme en casa ajena, quien lea El gendarme necesario de Vallenilla Lanz, tendrá la clave para someter a todo un pueblo, claro, igual para liberarlo.
No creo que leer haga bueno a nadie, pero sí suspicaz en el mejor sentido, y hasta feliz en ciertos momentos, aunque también los malos son felices a su modo. Más bien creo que la mayoría somos buenos por naturaleza, como dice Rutger Bregman.
En fin, leer puede cambiarnos para bien o para mal. No hay garantías al respecto.
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