En la historia de los regímenes totalitarios, el miedo es tanto una herramienta como una consecuencia. Lavrenti Pavlovich Beria (1899-1953), el jefe de la NKVD, policía secreta, durante la era de Stalin, es un personaje que encarna esa doble naturaleza del terror: como artífice del miedo, lo usó para consolidar su poder; pero al final, la misma maquinaria que él ayudó a construir lo devoró. Su vida es una advertencia sobre los efectos corrosivos del poder absoluto, y sobre cómo incluso los más implacables torturadores pueden ser consumidos por las intrigas que ellos mismos originan. Beria, cuya ambición lo llevó a pisotear todo vestigio de moralidad, terminó siendo víctima del mismo sistema represivo que creó. Pero, más que una tragedia personal, su historia se convierte en una reflexión más amplia sobre el destino de quienes viven del miedo: una vida construida sobre la tortura y la opresión es, al final, insostenible, incluso para los propios torturadores.
Beria, nacido en una familia campesina en Georgia, es el claro ejemplo de cómo las fuerzas del destino pueden ser manipuladas por la voluntad humana. Según Vladimir Mikhailovich en su obra Beria: El maestro de Stalin (2004): «Desde su niñez, Lavrenti Beria mostró una ambición feroz, un deseo de salir de la pobreza de su entorno rural y alcanzar las altas esferas del poder». Es en esa lucha por superar las limitaciones de su origen humilde donde se forja su carácter. En lugar de conformarse con su destino, opta por romper con él, y la historia que narra Mikhailovich es la de un hombre dispuesto a eliminar cualquier obstáculo que se le cruce, tanto en el campo político como en el personal. Su ascenso al poder en el Partido Comunista, además de estar marcado por su ambición, lo fue por una de las más frías manipulaciones. «Beria no dudaba en eliminar a cualquiera que pudiera amenazar su dominio, independientemente de los lazos personales o ideológicos que pudiera tener con ellos», escribe Mikhailovich, dejando claro que la crueldad y la traición eran los instrumentos que usaba para sobrevivir y prosperar en un sistema donde la única ley era la supervivencia del más despiadado.
Como jefe de la NKVD, la policía secreta soviética, Beria se convirtió en el arquitecto de una de las máquinas represivas más temidas de la historia moderna. En su función, orquestó purgas, deportaciones y ejecuciones masivas. Bajo su supervisión, miles de personas fueron arrestadas, torturadas y asesinadas por crímenes de traición o, en muchos casos, por ser simples víctimas de la paranoia colectiva del régimen. «Beria vio en las minorías soviéticas no solo una amenaza interna, sino un obstáculo que debía ser erradicado para asegurar la unidad del imperio soviético«, señala Mikhailovich, refiriéndose a las políticas de represión que implementó en contra de pueblos enteros. La crueldad de Beria no tenía límites. Las deportaciones masivas, como las de los chechenos y tártaros de Crimea, y la creación de una red de campos de trabajo forzado, desvelan no solo su poder absoluto, sino su desmesurada visión del control y la homogeneización social.
Sin embargo, el miedo que Beria sembró en la sociedad soviética no era eterno. A pesar de su cercanía con Stalin, su destreza para jugar el juego político de la intriga le permitió consolidarse en el Kremlin. Mikhailovich resalta que «A pesar de su cercanía con Stalin, Beria nunca dejó de tejer intrigas para asegurar su lugar como el verdadero sucesor del dictador». En una sociedad regida por el miedo y la desconfianza, Beria se mostró tan hábil como astuto, creando redes de manipulación para asegurar su futuro. Pero, como toda estructura construida sobre el terror, su imperio era frágil, y cuando Stalin murió, la lucha por el poder dentro del Partido Comunista se volvió aún más peligrosa y compleja.
El final de Beria, sin embargo, llega como una irónica justicia. Su muerte, que llegó a manos de sus antiguos compañeros del Politburó, fue el resultado de las mismas intrigas políticas que él mismo fomentó. Beria, al final, fue la culminación de lo que el propio sistema había sembrado: un monstruo fabricado por el terror, que no pudo escapar de las garras de su propia creación. En él, el miedo se materializó en forma humana, y lo que había sido una herramienta de control para Stalin y sus sucesores terminó siendo el propio veneno que lo destruyó. No fue la justicia ni la moral lo que lo derribó, sino el mismo engranaje implacable del que había sido parte y que, irónicamente, terminó devorándolo.
El monstruo y la máquina: la trágica paradoja de Beria
Es fácil ver a Beria como un individuo excepcional, como el hombre que, con su astucia y crueldad, se erigió como el arquitecto de las purgas, el carnicero de una nación. Pero la verdad es que fue también un reflejo de la máquina soviética que lo parió: una máquina cuyo poder descansaba en la opresión, el control absoluto y la aniquilación de cualquier disidencia. Esa misma máquina que le dio las herramientas para ascender al poder fue la que, al final, lo dejó sin base, sin aliados, sin escudo alguno.
Beria no fue simplemente un hombre despiadado; fue la encarnación de un sistema que, para mantenerse a flote, se alimentaba de los miedos de todos sus súbditos. Y como todo lo que se construye sobre el terror, ese sistema resultó ser un castillo de naipes que, ante la primera brisa de duda o traición, se desplomó. En ese colapso, Beria se convirtió en un reflejo de la monstruosidad que había ayudado a consolidar. Es cierto que el terror le permitió dominar, pero fue el mismo terror el que lo hizo caer en la trampa que él mismo había diseñado. Como si al final no hubiera más que una ley universal: en el reino de la opresión, el opresor nunca está a salvo.
Así, la figura de Beria se disuelve en la paradoja de su propia existencia. Un hombre que en su ambición de trascender, de ser indispensable, acabó siendo víctima de esa misma necesidad de control absoluto. Y esa es la cruel ironía: como todo monstruo, él también fue un prisionero, pero de su propia monstruosidad. En su afán por mantenerse en la cúspide, pensó que estaba por encima del sistema, pero fue el sistema el que, en última instancia, lo devoró. Y lo hizo con la misma impiedad con la que él había arrasado con todo lo que tocaba, sugiriendo que su caída no fue tanto una consecuencia de sus crímenes, sino un producto del sistema totalitario que él ayudó a consolidar. Tras su arresto y ejecución, Beria fue borrado de la historia oficial de la Unión Soviética. Los sucesores de Stalin, especialmente Nikita Kruschev , decidieron utilizarlo como chivo expiatorio, erradicando cualquier rastro de su figura del relato oficial.
Lo más trágico de la vida de Beria, y lo que quizás nos deja una lección universal, es que el poder absoluto, sustentado en el miedo y la represión, destruye tanto a las víctimas como a los perpetradores. La represión puede destruir a sus víctimas físicas, pero también aniquila a quienes la ejecutan. El tormento psicológico que sufren aquellos que torturan y matan, aunque a menudo permanece invisible para quienes se benefician del poder, no es menos devastador. El ejemplo de Beria es la historia de un hombre que, a fuerza de despojarse de toda moralidad, se construyó un imperio de terror, solo para ser consumido por el mismo fuego que avivó.
Al final, Beria no fue simplemente un monstruo, sino también una víctima de su propia creación. En un sistema donde el miedo era la moneda corriente, incluso los hombres más poderosos, como Beria, no podían escapar del destino que les aguardaba: la traición, el olvido y la eliminación. El terror que él sembró no solo destruyó a miles de personas inocentes, sino que, inevitablemente, se volvió contra él, demostrando que los que viven por la espada, finalmente, mueren por ella. En una ironía trágica, el torturador fue desterrado de la historia no solo por sus crímenes, sino porque la historia de la represión es también, en última instancia, una historia de autodestrucción. El torturador, como un eco que se desvanece en el vacío, fue desterrado de la historia no solo por las cicatrices que dejó en el cuerpo del otro, sino porque, al final, la represión es un laberinto en el que el opresor se pierde a sí mismo, un ciclo cerrado en el que la violencia, al igual que el tiempo, devora a quienes la practican. La historia lo olvidó no solo por sus crímenes, sino porque, al igual que el rey que construye su trono sobre un abismo, él mismo cayó en la grieta que había abierto en la memoria de los hombres.
Sátira política: «El último acto de Beria»
En la mañana gris y mortecina de Moscú del 23 de diciembre de 1953, como sólo puede ser en las páginas más funestas de la historia soviética, el temido Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta, el hombre que sembró más terror que las nevadas de enero, vivió su último día en la tierra. Orlando Figes, en Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin (2007) asegura que «Beria fue la encarnación del terror estalinista, un hombre cuyo nombre era suficiente para enviar escalofríos a sus alrededor», No se trató de un golpe espectacular, ni de un ajuste de cuentas sangriento que la historia habría esperado. Su final fue mucho más ordinario, pero igualmente delicioso en su ironía cómica. Un desastre épico, como todo lo relacionado con la vida política de Stalin.
Y es que, en La muerte de Stalin (2017), película de de Armando Iannucci, cineasta, guionista y productor escocés, conocido por su aguda mirada a la política, la burocracia y la naturaleza humana y su estilo, caracterizado por un humor negro, absurdo y extremadamente afilado, el desenlace de Beria es una danza macabra donde la traición se mezcla con la incompetencia y la lucha por el poder se convierte en un circo tan surrealista que ni el más ácido de los humoristas soviéticos habría soñado con crear algo tan grotesco.
Beria, según Simon Sebag Montefiore, en La Corte del Zar rojo (2003), «era un maestro de la manipulación del poder; sabía exactamente cómo complacer a Stalin, cómo destruir a cualquiera que lo amenazara y cómo mantener su propio dominio sobre el sistema soviético», tras la muerte de Stalin, como buen oportunista, creyó que había llegado su momento para ponerse la corona de zar, o al menos la de líder del Politburó.
Pero la realidad es que la única corona que le esperaba era la de un clavo en el ataúd del sistema soviético. La paradoja de su final es que, siendo el hombre encargado de sembrar miedo en toda la nación, no fue el miedo lo que lo derrotó, sino la pura ineptitud y la falta de previsión.
El plan de Beria para apoderarse del poder era casi tan brillante como una bombilla fundida. En lugar de tomar decisiones con la sutileza de un maestro de ajedrez, intentó chantajear, manipular y sobornar a todos aquellos que lo rodeaban: desde el débil Georgi Malenkov hasta el inoperante Nikita Kruschev. Sin embargo, la competencia no era menos torpe. En una serie de alianzas que parecían más un juego de «tú me matas, yo te mato», el partido de la camarilla estalinista, que nunca fue conocido por su agudeza estratégica, terminó atrapando a Beria en una trampa que ni siquiera él vio venir.
Su final en la película fue, como debe ser para un hombre de su calibre, una mezcla de confusión y comicidad. Al principio, cuando el mariscal Zhukov lo arresta y le propina un puñetazo, Beria mostró una aparente calma, y dijo «¡Soy el jefe de la policía secreta! Nadie puede hacerme esto. ¡El pueblo me apoya!» como si aún pensara que el poder era suyo por derecho. “Los hombres del pueblo no olvidan, compañeros”, decía. Pero la mirada de sus compañeros, que de golpe se habían vuelto más alertas que ratas ante un gato, le decía lo contrario.
Luego, en una serie de maniobras tan torpes como un oso en una tienda de porcelanas, los miembros del Politburó, liderados por Nikita Kruschev, decidieron que la única manera de deshacerse de Beria era… bueno, de la manera más soviética posible: por medio de una ejecución política, pero sin mucha gracia. Y es que, en la película, lo que podría haber sido un ajuste de cuentas heroico se convierte en un acto lleno de tropiezos, voces nerviosas y nervios rotos.
Beria fue llevado a la sala de juicio donde se le dijo que debía rendir cuentas por sus múltiples crímenes. La paradoja de su final es que ni el proceso ni su muerte fueron solemnes. Más bien, parecían un acto improvisado de comedia de enredos: la incapacidad de sus enemigos para encontrar una excusa convincente, sus súplicas al vacío y la falta de seriedad con la que sus supuestos compañeros le pasaban el fusil de castigo como si fuera un juego de «quién disparará primero».
Y, como si fuera el chiste cruel de un payaso político, al final Beria cae. No cae con la épica de un titán que desafió a todos, sino como un hombre que, tras haber pasado su vida nadando en la podredumbre del poder, ni siquiera pudo caer con dignidad. Es el final de un personaje cuya única constante fue la traición: un tiro en la cabeza, rápido y certero, como un acto más en el eterno teatro del absurdo. Y luego, como si no bastara con la muerte, su cadáver es prendido fuego, consumido por las llamas, como si en esas llamas se intentara borrar toda su existencia, como si, al fin, la historia quisiera vengarse de tanto crimen, de tanto engaño. Pero, claro, ¿quién puede vencer a la historia? Si algo está claro es que, aunque Beria caiga, su sombra siempre quedará ahí, entre la ceniza y el olvido, como un recordatorio de lo que significa la brutalidad del poder cuando no tiene ya más máscaras que ponerse.
La comedia del poder y la trágica irrelevancia del terror
Si hay algo que la historia de Lavrenti Beria nos enseña, es que el poder nunca es lo que parece. Y esa lección, tan sombría como irónica, no solo se plasma en los crímenes y la represión que sembró, sino también en la manera en que su caída fue tan ridícula y aparatosa como su ascenso. La muerte de Beria, ese final que parecía cantado desde el principio, no fue un ajuste de cuentas político, lo hemos dicho, ni el heroico desenlace de una larga lucha por la justicia. No, su fin fue una comedia. Y lo que resulta aún más irónico es que la comedia no fue tanto sobre el propio Beria, sino sobre la inutilidad de los hombres que creen que el poder es eterno, que el miedo que infunden puede sostenerlos hasta el final. Los ejemplos andan muy cerca.
La figura de Beria sigue siendo una de las más aterradoras del siglo XX, y no por la magnitud de sus crímenes, que fueron incontables, sino por su capacidad para encarnar la esencia del régimen estalinista: un sistema cuyo único objetivo era la perpetuación del poder a costa de cualquier valor humano. Como jefe de la NKVD, Beria fue el principal ejecutor de las purgas y la represión que azotaron a la Unión Soviética, pero también un maestro del juego político. En la película La muerte de Stalin de Armando Iannucci, este personaje que había sembrado terror durante años se enfrenta a su propia caída de una manera irónica y completamente desprovista de grandeza. En lugar de ser un ajuste épico o un enfrentamiento entre titanes, lo que vemos es un circo surrealista, una tragicomedia en la que el poder se reduce a una lucha por quién se queda con el control, mientras los intereses personales se diluyen en la más pura incompetencia.
El acto final de Beria, en el que es detenido y ejecutado, no fue el colofón de una guerra por la justicia, sino una broma de mal gusto. En este contexto, Nikita Kruschev, quien lideró el golpe que derrocó a Beria, es presentado por Iannucci no como un héroe, ni siquiera como un líder capaz, sino como un niño perdido en un juego que no comprende del todo. La película no solo se ríe de la política soviética, sino que lo hace con una agudeza que apunta a la ineficacia del sistema. «Quizá lo único que estuvo claro es que, entre todos los aspirantes al poder, nadie era realmente más apto que el otro. Y entre titanes y ratones, el poder nunca es más que un chiste de mal gusto», dice la narración. Aquí, Iannucci no solo está señalando la ironía de la lucha por el poder, sino también la farsa en la que se convierte todo sistema totalitario: el poder, por mucho que se disfrace de grandeza, se desmorona bajo el peso de su propia ridícula insustancialidad.
La política del miedo, que Beria tan eficazmente manejó, nunca fue una garantía de estabilidad. Al final, la maquinaria de terror que él ayudó a construir no solo arrasó con millones de vidas, sino que también lo acabó a él. De hecho, la caída de Beria es una metáfora perfecta de cómo el miedo, como el terror de una pesadilla recurrente, puede corroer a quienes lo infligen. «Así, el último acto de Lavrenti Beria no fue un homenaje al terror que había sembrado, sino una broma macabra sobre la inutilidad de los hombres que se creen insustituibles», escribe el narrador, y este juicio encierra la ironía trágica de su vida. El poder absoluto, que parece invencible mientras se ejerce, se vuelve frágil y vulnerable una vez que sus defensas caen.
Y sin embargo, esa caída no fue el fin de la historia. La eliminación de Beria no fue tanto un acto de justicia como un movimiento de conveniencia política. Los sucesores de Stalin, con Kruschev al mando, no lo hicieron por la magnitud de sus crímenes, sino porque se necesitaba limpiar la imagen del Partido y distanciarse del terror de la era estalinista. Aquí se plantea una cuestión incómoda y, por supuesto, satírica: si Beria, el hombre que sembró más miedo que nadie en la historia soviética, fue finalmente eliminado por sus propios compañeros de partido, ¿es posible que el sistema que lo creó, que lo utilizó como instrumento de terror, también haya sido responsable de su caída? Mikhailovich, en su biografía Beria: El maestro de Stalin, argumenta que, al final, «Beria fue un reflejo del sistema que lo había creado: un producto del terror, que al final sucumbió bajo el peso de su propia monstruosidad». La tragedia de Beria, por tanto, no solo es la de un hombre que cayó debido a sus crímenes, sino la de un sistema que, en su propia podredumbre, termina devorando a sus arquitectos.
La represión y el miedo, los ejes sobre los que Beria construyó su poder, demostraron ser una espiral mortal que no solo destruyó a las víctimas, sino también a los propios perpetradores. En este sentido, la sátira de Iannucci tiene un doble filo: hace reír, sí, pero también nos recuerda que detrás de toda risa se esconde una verdad amarga. El terror puede hacer que un hombre suba al poder, pero no garantiza su permanencia. Y, lo más triste, es que el mismo sistema que te otorga poder puede quitarte la vida con la misma facilidad con la que te lo dio.
Es por ello que la figura de Beria, incluso en la versión irónica y distorsionada que presenta La muerte de Stalin, sigue siendo relevante y desconcertante. Nos recuerda que la historia, aunque esté teñida de humor negro y situaciones grotescas, tiene una lección persistente: en un sistema basado en el miedo, la única certeza es que todos, en algún momento, se convierten en víctimas de la misma maquinaria que crearon. El poder, tan deseado y tan temido, siempre es una comedia del absurdo, una farsa en la que, al final, nadie puede escaparse de la fatalidad de su propia creación.
El intento de redención de un monstruo
La vida de Beria, la figura más emblemática de la represión soviética, se cierra con un telón que no nos ofrece justicia ni redención. Su caída fue el resultado de la farsa de un sistema que solo podía sobrevivir mientras mantuviera su poder intacto, y la historia, tan cruel como irónica, se encarga de recordarnos que en la lucha por el poder, todos los hombres son, al final, marionetas de su propia mediocridad. ¿A cuántos Beria les aguarda la historia?
Y no falta quien, como su hijo Sergio Beria, que en Beria: Mi padre (2007) intenta resucitar una figura que ya nadie quiere recordar, justificando lo injustificable. En un gesto tan humano como absurdo, se atreve a decir: «Mi padre no era un monstruo. Era un patriota, un hombre de su tiempo, atrapado en el vórtice del poder». Es el clásico intento de salvar lo irremediable, de humanizar lo que, por más que se intente, no tiene ya nada de humano. Porque, al final, la figura de Beria, como la de tantos otros monstruos históricos, se resiste a la explicación simple, a las etiquetas convenientes.
Es cierto que Beria vivió en una época en la que la brutalidad era pandémico cada día y que, como muchos otros, se vio arrastrado por un sistema que no le dejaba otro camino que el de la violencia y la traición. Pero también es cierto que, como pocos, él abrazó ese sistema con un fervor casi obsesivo, con una ambición y una crueldad que no se limitaban a la supervivencia, sino que eran, por así decirlo, una elección personal. Por eso la defensa de su hijo suena tan desconcertante, porque no se trata solo de un hombre atrapado por el poder, sino de un hombre que, en su obsesión por controlarlo todo, se convirtió en una de las piezas más siniestras de un engranaje que devoró a millones.
El argumento de que Beria fue un «hombre de su tiempo» es, en el fondo, un intento de disimular lo obvio: que, en ese tiempo, hubo quienes decidieron no ser monstruos. Hubo quienes, a pesar de las presiones del poder, intentaron salvar algo de humanidad en medio de la brutalidad. Y, sin embargo, Beria no solo aceptó el terror, sino que lo cultivó, lo perfeccionó. ¿Patriota? Quizá lo fuera para su propia causa, pero no para el pueblo soviético, ni mucho menos para la humanidad. En realidad, sus actos de lealtad al régimen no eran más que un trampolín hacia un poder absoluto, un poder que le permitió, entre otras cosas, orquestar purgas masivas, traicionar a quienes le habían ayudado a llegar al Kremlin y asesinar a miles de personas que, como él, fueron atrapadas en el torbellino de un régimen del que ya no era posible escapar.
Lo que resulta inquietante de la defensa de Sergio Beria es que, al final, lo que hace es proyectar sobre su padre un sacrificio, una heroicidad que nunca existió. La historia, siempre implacable con los vencedores y los vencidos, ya ha hablado. Y la figura de Lavrenti Beria no pertenece al ámbito de las justificaciones fáciles ni a las teorías sobre la fatalidad histórica. No fue un hombre «atrapado». Fue un hombre que, consciente de su monstruosidad, optó por el camino más oscuro para satisfacer su propia ambición.