Este lunes y martes ha tenido lugar en Bruselas la tercera Cumbre UE-Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), tras un parón de ocho años. La anterior, en 2015, se publicitó como «una asociación para la próxima generación». Ésta pregona, sin ambages, el «imperativo estratégico». La semana que viene, Madrid acogerá el 15 plenario de la Asamblea EuroLat (dimensión parlamentaria del ejercicio conjunto). La relevancia de estos países para la UE va mucho más allá de los potentes intereses comerciales; se queda incluso corto el «nuevo comienzo para antiguos amigos» que exhortó la presidenta Von der Leyen: con ellos debemos conseguir armar el relato del mundo.
Las organizaciones –juntas– representan alrededor de un tercio de los integrantes de Naciones Unidas que, no solo sobre papel, comparten mucho –cultura, valores, estructura jurídica–. Su relación ha atravesado temporada de borrascas. El objetivo de la UE durante el semestre español no es otro que «resetear» los vínculos deteriorados desde antes de la marea electoral que, en 2022, llevó al poder a gobiernos de inclinaciones nacionalistas y sesgo populista en Chile, Colombia y Brasil, reforzando así tendencias ya establecidas en Argentina, Bolivia, México y Perú (sin contar con las autocráticas Cuba, Nicaragua y Venezuela). Los roces, tanto con la UE, como con distintos Estados miembro, han marcado este periodo.
Por su parte, los invitados atribuyen el decaimiento a la «negligencia» de acá, entendiendo que América Latina y el Caribe no son una prioridad para Europa. Ello, pese a que la UE, a día de hoy, es el principal inversor en esa geografía (la inversión directa por nuestras empresas sumaba casi 700.000 millones de euros a finales de 2021). Además, Von der Leyen ha anunciado 45.000 millones hasta 2027 en el marco del Global Gateway –respuesta comunitaria a la Iniciativa de la Franja y la Ruta china, a la que se han adherido 21 de los 33 integrantes de la Celac–. La sustantividad de la cifra compara razonablemente con los 220.000 millones prometidos prometidos por Xi Jinping en 2015
En este contexto, destaca por su excepcionalidad la expectación que suscitó la salida del polémico Jair Bolsonaro, cuya imagen queda vinculada al desprecio de fundamentos democráticos. Se esperaba un impulso (cuasi taumatúrgico) de Luiz Inácio Lula da Silva –Lula– al tratado comercial con Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay). Las negociaciones se concluyeron formalmente (tras 20 años) en 2019 con un «acuerdo en principio», y llevan estancadas desde entonces. El sprint final que se anticipaba vendría de la mano de Lula ha decaído por los llamamientos medioambientalistas de varias capitales UE, bajo fuerte liderazgo francés: las preocupaciones climáticas de París enmarcan una oposición enconada de su sector agropecuario. Lula califica las exigencias adicionales de «coacción», y la anunciada contrapropuesta no despierta grandes ilusiones. Pero, signo de los tiempos que vivimos de predominio de la geopolítica sobre la geoeconomía, pensaban en el ambiente –por encima de las cuestiones comerciales– las «diferencias de opinión» en lo que hace a la feroz invasión de Ucrania. Frente a la decidida (y contraria a todo pronóstico) unidad europea en apoyo a Kiev, la Celac proyecta discrepancias: Ucrania no aparece ni una vez en los 111 párrafos que componen las conclusiones de su reunión de enero. La Habana, Caracas o Managua mantienen su apuesta por Moscú, mientras un número importante de Estados apuesta por la neutralidad, por no «verse embrollados» en un enfrentamiento percibido como ajeno; aunque en la práctica, el rechazo a elegir bando esconda, a menudo, la proclividad por Rusia.
El presidente de turno de la Celac –el primer ministro de San Vicente y las Granadinas–, en el discurso inaugural del lunes, se encastilló en la negación de la narrativa europea sobre Ucrania, presentada como batalla –en última instancia universal–, al estar en juego el sistema de reglas que nos gobierna. «Ucrania no es el único teatro de guerra y conflicto», dijo, enumerando disputas actuales –de Haití a Palestina– que «tienen retos más inmediatos». «Si [ellos] contemplan Ucrania en algún momento, les asombra el énfasis desproporcionado que se le otorga», prosiguió. «Ya sí, plantean preguntas sin respuesta que surgen de un mundo desequilibrado inundado de fantasmas del pasado que aún no han sido exorcizados de las mentes de aquellos que han dominado la economía política mundial desde el siglo XVIII», concluyó.
No sorprende, por tanto, que la redacción del documento de cierre del encuentro, lastrada desde el inicio de su gestación– se estrellara en la cuestión de Ucrania. Europa buscaba denunciar «en los términos más enérgicos la agresión por parte de la Federación Rusa» y exigir «su retirada total y sin condiciones». El texto final expresa sólo «profunda preocupación» sobre la «guerra en curso contra Ucrania» y sus consecuencias –un «contra» que, dentro de su relativa ambigüedad, costó extraordinario esfuerzo–, respaldando «una paz justa y duradera». Reafirma la «adhesión a la Carta de las Naciones Unidas y al Derecho internacional» y, al tiempo, recuerda las «posiciones nacionales específicas manifestadas ya en otros foros». Es decir, traduce la reticencia entre los miembros de la Celac –mostrada en las votaciones de la Asamblea General de Naciones Unidas– a condenar la embestida rusa.
Esta misma división y recelo rezuman de la excepcional nota que se incluye al final del texto: «Refrendaron la presente declaración todos los países con una única excepción por estar en desacuerdo con uno de los apartados». Fue Nicaragua la voz cantante disidente. En tributo a la cercanía del régimen de Daniel Ortega con el Kremlin, buscó diluir –aún más– el mensaje sobre Ucrania. Y se comenta que Managua habría también obstaculizado (junto con Cuba y Venezuela) la asistencia –tras su comparecencia en la OTAN, el G7 o la Liga Árabe– del presidente Zelenski a la tenida.
No obstante, el balance es moderadamente positivo. Los memorandos firmados por la UE con Chile y Argentina para la cooperación en el ámbito de materias primas y transición energética, respectivamente, son alentadores; al igual que la Declaración Conjunta sobre una Alianza Digital. Fortalecen las políticas de sostenibilidad y tecnología de unos y otros, a la vez que buscan reducir la dependencia del Imperio del Medio. De la misma manera, el anuncio de que habrá Cumbre UE-CELAC cada dos años simboliza un compromiso renovado de trabajo en común de largo recorrido.
En el llamado «Sur Global» se extiende la crítica, preñada de resentimiento, a la atención de Europa –a su enfoque existencial– dedicada a Kiev; y su corolario de carencia de celo mediático y ciudadano por los dramas, penurias y contiendas en el resto del planeta. Se rechaza todo aquello que pueda entenderse abiertamente como respaldo a Occidente. Se pretende navegar a vista, en función de las circunstancias, los intereses y necesidades.
En el Foro Mundial de la Paz, organizado en Pekín a principios de mes, los ponentes acusaron a Washington de «engreimiento civilizacional» por sus denuncias de –y sanciones a– cualquier gobierno no acorde con la democracia liberal. Paciente y cuidadosamente, el Partido Comunista de China intenta desacreditar la idea que «modernización iguale a Occidentalización» –en palabras del propio presidente Xi en febrero–. China se sigue incluyendo como «uno más» del «Sur Global», pese a su presente de rivalidad económica con Estados Unidos y su ambición de liderazgo global. Anima a sus «compañeros» a cuestionar el Orden Liberal basado en reglas que equipara a la hegemonía de Washington.
Este planteamiento está ganando terreno. No podemos ignorar el alcance del relato que viene armando sutil y eficazmente Pekín sobre los vociferios de Putin; ni los ecos que ha despertado la retórica antiimperialista de este último. En este sentido, con el empuje de esta conferencia, entre todos tendríamos que retejer la desflecada relación birregional. España tradicionalmente ha tenido peso mayor en el diseño de la política europea hacia América Latina. Los próximos cinco meses, Madrid ejerce una posición estratégica al timón del Consejo de la UE; la debe aprovechar para encauzar el esfuerzo hacia una asociación revalidada. Así, la señal principal de este diálogo atlántico es la necesidad de cuidar las relaciones con Celac –con Latinoamérica, en particular– por ser un aliado indispensable para establecer, en el orden mundial que ha de emerger, un sólido relato compartido del mundo.
Artículo publicado en el diario El Mundo de España