La de América Latina es la historia interminable, por repetitiva y agonizante. El carácter circular de los procesos históricos en estas tierras desde que se desgajaron de España con mayor o menor fortuna ha sido siempre el mismo: crisis, recuperación, esperanza y crisis. El círculo de gloria ha tenido, como es habitual, vicios constantes, entre ellos, la tendencia a eximir a sus pueblos de responsabilidad alguna (para eso están los españoles y los yankees, para achacarles las culpas de todos los males); abrazar ideologías discutibles (no hay secta, grupúsculo revolucionario ni ideología autoritaria sin triunfos regionales) y el desprecio a la propia identidad manifestado a través de indigenismos y exaltaciones de todo signo.
Latinoamérica no acepta su naturaleza occidental; su filiación, grecorromana; su ideal, la democracia representativa; y su sustrato ideológico natural, el liberalismo democrático. Y no aceptando aquellos axiomas se hunde una y otra vez en atajos sin salida, es decir, en populismos displicentes; dictaduras indisimuladas, “democracias” orgánicas y economías corruptas e intervenidas (la corrupción y la intervención van siempre de la mano, como hermanos de leche).
El panorama es desolador, y siéndolo para América, lo es también para España, que encuentra allí su ámbito natural de influencia o, en otras palabras, su valor clave para generar políticas y economías de escala, viéndose salpicada por el populismo, corrupción y desprecio por la democracia liberal desde el gobierno de Zapatero hasta la calamidad actual de su pupilo Sánchez. La dictadura cubana luego de su orfandad tras la caída del régimen soviético en 1991, ha renovado su influencia regional, de la mano de su órgano de financiación, el gobierno venezolano, y asistida por el renacer de grupos marxistas, indigenistas y hasta racistas en Bolivia, Perú o Ecuador.
Argentina sigue con pies de barro, sin una transformación estructural del Estado y con una clase política tan populista y antiliberal como antaño, hay que esperar cómo se vislumbrará el panorama con el próximo gobierno de Milei. México se sigue debatiendo entre la modernización necesaria y el resquemor populachero, entre la ambición nacionalista y la digna ambición nacional. Brasil no sale de su asombro con un gobierno Lula que no solo no ha acabado con el hambre, sino que ha caído en el pecado regional por excelencia, la corrupción. Colombia, que a principios de los 2000 estuvo bien dirigida por un presidente ejemplar, se ve ahora inmersa en la aventura populista mientras su guerrilla respira respaldada por la revolución bolivariana.
En este esperpéntico escenario, además, se han multiplicado los desencuentros bilaterales: Panamá ha enfrentado a Cuba; Chile con Bolivia; Perú con Ecuador y Bolivia; Argentina y México con Brasil. El concierto latinoamericano se resquebraja a medida que la crisis afecta a más Estados y los gobiernos pierden los instrumentos, y la paciencia, que exigen las relaciones diplomáticas. La democracia, el parlamentarismo, el liberalismo, en definitiva la libertad en entredicho; mientras se discuten los acuerdos de integración regionales; las áreas de libre comercio con Estados Unidos y se olvidan hasta la extenuación las recetas que garantizan crecimiento y desarrollo: estabilidad política; eficiencia fiscal; libertad económica y seguridad jurídica. Un mal final para una época brillante en la historia reciente y oscura para una parte importante de Occidente.
@J__Benavides
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