Fácil es comprender la razón de que la ética se haya erigido en el eje de la investigación en ciencias de la salud, y sobre todo en el de la experimental, por cuanto lo que en esta podría ponerse en riesgo, de no desarrollarse bajo los principios bioéticos universales y ajustarse además a los más altos estándares de calidad —incluyendo los de seguridad y transparencia—, es la vida, como bien fue puesto en evidencia, para horror del mundo civilizado, por los resultados de aquellos infames experimentos llevados a cabo en seres humanos por Josef Mengele y otros «científicos» nazis que salieron a la luz durante los juicios de Núremberg y que llevaron a la adopción, en 1947, del código de ética médica, del mismo nombre, para la regulación de la investigación en tal campo; el mismo que casi dos décadas después, específicamente en 1964, se incorporó a la Declaración de Helsinki, que desde entonces, y con progresivas mejoras, ha constituido la base del cuerpo normativo internacional en esa materia.
Esto, que hasta hace muy poco tiempo solo era tema de interés para las autoridades sanitarias, los involucrados de manera directa en los procesos de producción de conocimiento y de innovación dentro de los sistemas de salud, y algunos otros actores, ha cobrado hoy la mayor relevancia para toda la humanidad como consecuencia de la urgente necesidad de una o varias vacunas, seguras y efectivas, que le permitan a esta retornar de la pesadilla global en que devino la propagación de la enfermedad ocasionada por el nuevo coronavirus —aquel que nunca debió salir de Wuhan en primer lugar—, y es ahora mismo el prisma a través del cual se está sometiendo al escrutinio público tanto la labor de los científicos como las decisiones de gobiernos nacionales e instancias internacionales orientadas al hallazgo de la solución al problema de la covid.
En el centro de ese escrutinio se encuentran el «desarrollo» y la puesta a prueba de la vacuna rusa, llamada Sputnik V, y el propio Gobierno de Putin, en virtud de la opacidad que, desde el anuncio de su «aprobación» por parte de este, hace más de tres meses, ha suscitado un sinfín de preguntas acerca de su eficacia y, más aún, su seguridad, lo que contrasta con la transparencia con la que los científicos del principal laboratorio farmacéutico del mundo, Pfizer, y de su socia alemana, BioNTech, por un lado, y los de la compañía de biotecnología Moderna y el National Institute of Allergy and Infectious Diseases, de los National Institutes of Health de Estados Unidos, por el otro, se han conducido desde el inicio de sus actividades investigativas relacionadas con el desarrollo de sus respectivas vacunas, a saber, la BNT162b2 y la mRNA-1273; la primera, según los resultados definitivos del ensayo clínico de fase III en el que se probó en una muestra de más de 43 000 voluntarios, con una eficacia general del 95 % y una eficacia en mayores de 65 años del 94 %, y la segunda, de acuerdo con los resultados provisionales de su correspondiente ensayo clínico de la misma fase, con una del 94,5 % en la muestra seleccionada —de más de 30 000 personas—.
Esos resultados, que también incluyen los tocantes a la seguridad de ambas, han sido auditados por entidades independientes y acreditadas por las máximas autoridades sanitarias, y los propios procesos de investigación y desarrollo que permitieron obtener estas dos vacunas pasaron con éxito en cada etapa por los rigurosos filtros establecidos y continuamente mejorados durante décadas por tales instancias; circunstancias estas muy distintas de las relacionadas con la súbita obtención y «aprobación» de la rusa.
De las pruebas de las decenas de candidatas a vacunas que surgieron en estos meses, verbigracia, se ha ido informando de manera oportuna y transparente mediante el registro de sus respectivos protocolos y la publicación de sus avances en la Plataforma de Registros Internacionales de Ensayos Clínicos, o ICTRP por sus siglas en inglés, creada como resultado de la Resolución WHA58.22 de la 58.ª Asamblea Mundial de la Salud con el propósito «de establecer un único punto de acceso a los ensayos y asegurar su identificación inequívoca para que los pacientes, incluidos los grupos de pacientes, las familias y otros interesados tengan un mejor acceso a la información»; de todas menos de una: la prueba —esto es, el conjunto de ensayos clínicos— de la vacuna rusa.
De hecho, cuando Putin —no científicos con credibilidad en el contexto internacional— informó hace un poco más de tres meses sobre la existencia y la mencionada «aprobación» de la Sputnik V, las primeras sorprendidas fueron las autoridades de la Organización Mundial de la Salud, a tal punto que, ante la absoluta ausencia de datos confiables sobre su desarrollo y puesta a prueba, manifestaron a la opinión pública mundial sus reservas y gran preocupación respecto a la seguridad y eficacia de esta vacuna, lo que constituyó un hecho sin precedentes que obligó al rápido diseño e inicio de un ensayo de fase III más ajustado a las buenas prácticas en investigación en ciencias de la salud; al menos en teoría.
Sí, en teoría, porque como siempre ocurre cuando la ciencia se supedita a mezquinos intereses políticos, también ha dejado mucho que desear la conducción de este ensayo por las dificultades que para su adecuado control en la práctica plantea la sesgada selección de los países participantes, entre los que se cuenta Venezuela, de cuyo dictatorial régimen —el mismo que tiene sus nada inocentes manos metidas en dicho ensayo— no se puede esperar un ético proceder.
Por todo ello es que sí se puede confiar en la evidencia proporcionada por las investigaciones relacionadas con las vacunas de Pfizer y Moderna, y de muchos otros laboratorios —que con la seriedad y ética esperadas han informado lo bueno y lo malo, y han actuado en consecuencia— y no en lo que se afirma respecto a la Sputnik V. Pero ya se puede anticipar hacia donde soplará en breve el viento en oprimidos países como Venezuela, en los que la más ruin politiquería guiará la toma de decisiones acerca de cuál o cuáles vacunas se permitirá que lleguen a sus poblaciones sin importar los riesgos; y si lo peor ocurre por su vil actuación, será la mentira el recurso elegido para ocultar el daño como lo ha sido en el camino que podría conducir a él.
No se trata de un asunto menor en el inmenso mar de los actuales problemas y tanto la Organización Mundial de la Salud como los gobiernos del mundo democrático deben reconocerlo como una amenaza global de primer orden y actuar con prontitud para prevenir una catástrofe mayor que la ya ocasionada por la pandemia de covid, porque mientras existan grupos poblacionales vulnerables frente al nuevo coronavirus, toda la humanidad continuará en peligro.
Se trata de salvar vidas en estas sociedades tiranizadas y salvarlas en el resto del planeta. Así que las alarmas deben encenderse… corrijo, debe actuarse ya, porque tiempo ha que ellas están encendidas.
@MiguelCardozoM
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