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Las sanciones y los derechos humanos

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La solución de la catástrofe venezolana, como hemos dicho siempre, no depende exclusivamente de nosotros. Eso está claro. La presión desde afuera es indispensable. Por ello, aunque el teniente Cabello grite y amenace, la señora Bachelet las declare inconveniente y los opositores que forman parte del régimen las condenen, los venezolanos aprobamos las medidas de los países democráticos del mundo que tienen derecho de exigir a la dictadura el cese de la usurpación y de la violación de los derechos humanos y la realización de crímenes internacionales.

Las sanciones adoptadas por Estados Unidos y Suiza van en esa dirección. Así, el decreto ejecutivo del 5 de agosto pasado del presidente Trump, mediante el cual se impone una serie de medidas adicionales en contra del régimen usurpador de Nicolas Maduro que ha generado muchos comentarios de unos y otros, especialmente de los voceros de la dictadura que siguiendo el patrón asumido por Cuba desde hace años, ante las leyes internas de Estados Unidos (Helms Burton y Torricelli), califican tales medidas unilaterales como un bloqueo, un concepto absolutamente ajeno a esta situación.

Las medidas del gobierno norteamericano contra el régimen de Maduro, distintamente a las adoptadas en relación con Cuba en la década de los noventa, se limitan a Estados Unidos; no tienen un alcance extraterritorial, lo que hacía de las leyes Helms-Burton y Torricelli, en particular, actos unilaterales contrarios al derecho internacional, pues es claro que ningún Estado puede imponer obligaciones a otro. En el decreto del 5 de agosto no se imponen obligaciones a otros Estados, ni a la comunidad internacional. Estas nuevas medidas encuentran su justificación en la “continua usurpación del poder de Nicolás Maduro y las personas afiliadas a él, así como los abusos contra los derechos humanos incluido el arresto arbitrario ilegal y detención de ciudadanos venezolanos…”.

Se habla de bloqueo y de embargo, términos o instituciones que no son aplicables en este caso. No se trata en efecto de un bloqueo en el sentido estricto de la expresión, relacionada con la acción armada, la beligerancia; tampoco del bloqueo a que se refieren los artículos 41 y 42 de la Carta de las Naciones Unidas, medidas supletorias colectivas que se aplican cuando no se logra por otras vías de presión que el Estado infractor rectifique y cese la violación de que se trate. Tampoco es un embargo en estricto sentido, tal como es referido en la Carta de las Naciones Unidas, mucho menos ante represalias o medidas de retorsión insertas en regímenes jurídicos distintos. Se trata más bien de medidas que legítimamente adopta un Estado en contra de otro que ha violado sus obligaciones internacionales, especialmente de carácter imperativo, como son las relativas a los derechos humanos; y por la realización de crímenes internacionales, normas que se ubican, como sabemos, en el orden público internacional, lo que autorizaría a cualquier Estado a exigir el cumplimiento por el Estado infractor de sus obligaciones, mediante acciones conformes a las exigencias del derecho internacional.

No es claro que estemos ante una norma consuetudinaria cristalizada que autorice a un Estado en este contexto, pero sí es seguro que estamos ante una norma en formación que refleja el desarrollo progresivo del derecho internacional. Hay una práctica internacional importante que, aunque incipiente, no deja de ser relevante, más aún si se le relaciona con la necesidad/obligación de la comunidad internacional de proteger los derechos humanos, a la persona, como un bien superior que centra hoy la evolución del derecho internacional.

No son nuevas ni únicas estas medidas que pueden ser individuales, de Estados que actúan por cuenta propia, siempre legítima y legalmente; o colectivas, adoptadas por órganos internacionales. Algunos Estados han actuado individualmente sin haber sido lesionados directamente por la violación de una obligación internacional del interés de la comunidad internacional. Recordamos en relación con ello las “sanciones” económicas impuestas por Estados Unidos a Uganda, en 1978, porque el gobierno ugandés había cometido un genocidio contra su pueblo; también se adoptaron sanciones, esta vez Estados Unidos y la UE, contra Polonia y la URSS, en 1981, por la adopción por Polonia de una ley marcial. Se suspendieron entonces los vuelos de las líneas aéreas de esos países en algunas naciones europeas y en Estados Unidos. También cuando la guerra de las Malvinas se impusieron medidas, la UE y otros países, a Argentina. Y así otras sanciones, en los casos de Kuwait, Kosovo, países no afectados directamente adoptaron medidas restrictivas importantes con el fin de que se restituyera el derecho.

Estamos entonces ante medidas unilaterales autorizadas por el derecho internacional para exigir a la dictadura de Maduro que rectifique, que respete las normas internacionales y que en concreto permita la transición democrática que garantice el respeto pleno de todos los derechos de los ciudadanos, en fin, que detenga la destrucción de un país y de su gente hoy perseguida, encarcelada, torturada, asesinada. La comunidad internacional debe reaccionar de manera contundente con todas las medidas que puedan estar sobre la mesa para detener la catástrofe que afecta la región, la desestabiliza, que pone en peligro la paz y la seguridad internacionales, incluso más allá de la región. Es un compromiso derivado además de la solidaridad internacional.

Es claro que las “sanciones” están sometidas al principio de humanidad, lo que significa que su adopción y aplicación no puede afectar los derechos humanos de los ciudadanos. No pueden afectar, como en nuestro caso y así se hace la salvedad en la orden ejecutiva del presidente Trump, la ayuda humanitaria que supone el envío o la comercialización de medicinas y alimentos necesarios para enfrentar la crisis humanitaria compleja que ha provocado deliberadamente el régimen dictatorial de Nicolas Maduro.

Las medidas unilaterales adoptadas por Estados Unidos y las que eventualmente adopten  otros países no agravan la situación económica y social de Venezuela. Más bien todo lo contrario. Si bien es cierto que pudiere afectar algunas transacciones oficiales, esas medidas buscan que se respeten los derechos humanos de los venezolanos. Por ello no deja de sorprender la más reciente declaración de la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, con respecto a que las “sanciones” impuestas ahora por Estados Unidos agravarán la situación en el país, coincidiendo con los voceros del régimen de Maduro y con políticos opositores próximos a este. Más que criticar o cuestionar tales medidas, la responsable de promover el respeto de los derechos humanos debería solicitar que se acentúen para aligerar el cese de la tiranía, la restauración del orden y la transición hacia la democracia, con el propósito de garantizar así el respeto de los derechos de todos los ciudadanos.

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