OPINIÓN

Las revelaciones del 6D

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

No es la primera vez que los venezolanos asistimos a los desafueros de quienes han ocupado funciones en las instituciones del Estado en cuanto va de siglo. Todo comenzó el 25 de abril de 1999 con aquel referéndum consultivo sobre una Asamblea Nacional Constituyente; se violó la Constitución de 1961 en un arrebato presidencial inexplicablemente consentido por la Corte Suprema de Justicia. Desde entonces quedó señalado el camino de sucesivas transgresiones al orden constitucional y legal –incluidas las normas elaboradas y promulgadas por el mismo régimen político que proclamaba los cambios–. Si gobernar es ejercer la dirección y administración del país asegurando el cumplimiento del estatuto aplicable, muy poco de todo eso hemos tenido en las dos décadas que nos preceden. Desde el punto de vista económico, no ha habido planificación, organización, dirección ni control de los recursos del Estado, solo improvisación, despilfarro y cohecho consumado en prácticamente todas las instancias administrativas del sector público. Tampoco sus delegados han respetado la dignidad de los oficios ejercidos las más de las veces sin seriedad, responsabilidad y sobre todo respeto a la propia dignidad del cargo y la ciudadanía.

El 6D se produce un hecho lastimoso, inadecuado y luctuoso, vale decir, un nuevo fracaso histórico que acarrea implicaciones sociales, éticas y políticas sobre un extenuado país que no se encuentra a sí mismo, perdido en el marasmo de intereses creados –repartidos entre personeros del régimen y sus cómplices nacionales e internacionales– que sostienen un estado de cosas enteramente contrario al interés público. La oposición, nunca exenta de responsabilidades en nuestro acerbo destino, no podía concurrir a la elección convocada en términos desventajosos, incluso anticipando la predecible actitud de un régimen que desconoce y neutraliza instituciones válidamente regidas por sus contrarios. El oficialismo proclamó un triunfo que no fue victoria de nuestra exangüe institucionalidad democrática; un arresto que apenas contó con acotado respaldo popular –razones válidas, incluso evidencias que circulan en redes sociales ponen en duda la veracidad de las cifras anunciadas–.

Lo planteado en este último episodio no exhibe ribetes de habilidad del régimen y sus cómplices –la simulada oposición que apenas se hizo notar en la bastarda contienda– para convencer a los votantes ni ganar elecciones limpiamente, antes bien, saltan a la vista los excesos, torpezas y violaciones flagrantes de las normas jurídicas aún vigentes. Se añade –salvo honrosas excepciones– la inhabilidad del liderazgo político de oposición que no ha sabido –o no ha querido– aprovechar las numerosas oportunidades a su alcance para superar el trance que nos agobia como nación. Se abre pues la nueva etapa de esta prolongada reconquista de la democracia que sucumbió a los desplantes de un inmenso engaño.

Pero es tiempo de asumir la realidad, de asimilar lecciones y de replantear actitudes, asunto que concierne tanto al oficialismo como a la oposición democrática. Comencemos por entender que la vindicta sobre cualquiera de las partes en conflicto no es útil ni capaz de aportar absolutamente nada a la resolución de los males de actualidad venezolana; cosa distinta y por obvias razones, es exigir responsabilidades a quienes hubieren transgredido el ordenamiento jurídico –para eso están los tribunales de justicia, aunque sin duda deben afrontar profundas reformas antes de acometer proceso alguno–. En tal sentido es preciso invocar el poder liberador del perdón como lo hiciera Nelson Mandela en Suráfrica, un planteamiento reconciliador que la sociedad venezolana merece de sus líderes. El mutuo reconocimiento y respeto a la dignidad de las contrapartes y los facilitadores de posibles acuerdos, debe garantizarse como punto de partida de cualquier iniciativa; en este sentido, la actitud del régimen en anteriores intentos –i.e. República Dominicana, Noruega– no fue inteligente ni exitosa, salvo por aquello de “ganar tiempo” sin solventar la discordia. Por lo demás queda claro que el régimen no se relegitima con esta elección parlamentaria, que en modo alguno fue competitiva y transparente; todo lo contrario, se debilita aún más frente a una comunidad de naciones que no reconoce los resultados anunciados y que se vio defraudada en sus reiterados esfuerzos para alcanzar una elección libre y ajustada a derecho. Para la oposición democrática, emerge una nueva realidad política que la obliga a repensar estrategias y sobre todo a insistir en relanzar la unidad como única posibilidad para hacer valer la voluntad de las mayorías; ha quedado demostrada una vez más la ineficacia de las candidaturas aisladas a los cargos de representación popular.

Dicho lo anterior, no hay duda de que lo más difícil para ambas partes será el cambio de actitud frente al problema común que no son capaces de resolver cada uno por cuenta propia: la crisis política conducente a la urgencia humanitaria que somete a la población a grandes penurias, a lo cual se añade el estado paupérrimo en que se encuentra el país en todos los ordenes de actividad. Un cambio de actitud que concierne no solo a los actores políticos, también a los empresarios –algunos al parecer tentados a cohabitar con el régimen para salvar intereses materiales–, a los comentaristas de prensa, a los profesionales y maestros, incluso a los integrantes de la Fuerza Armada Nacional. No habrá inversión extranjera mientras no haya confianza en los agentes económicos –la certidumbre no resultará de imposiciones unilaterales del régimen–, tampoco reestructuración de la deuda pública externa ni nuevos créditos, menos aún reactivación económica sostenible mientras no se restablezca la plena vigencia de la república civil, con igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos independientemente de sus convicciones políticas. Si el régimen persiste en el desacreditado afán de introducir y articular su doctrina política en el sistema de la moral democrática, el caos continuará para todos hasta que algo enteramente fortuito se manifieste; suele decirse que no hay mal que dure cien años. Y si la oposición no termina de admitir que la figura retórica del simple “cese de la usurpación y elecciones libres” no dio ni dará resultado –tampoco la desunión de los partidos, como ha quedado más que demostrado–, será difícil que se aboque a discutir y a sentar las bases de un indispensable acuerdo político como solución de consenso democrático a la crisis de nuestros días. Ya la comunidad de naciones democráticas se ha manifestado sobre los resultados del 6D. Tienen la palabra los actores políticos.