Mientras que en Estados Unidos y en Colombia y antes en España, los gobiernos y los parlamentos adoptan medidas legales y administrativas en favor de los migrantes venezolanos para permitirles insertarse de la mejor manera en la sociedad de acogida, algunas personalidades de la vida pública de países vecinos, Colombia y Perú en particular, tienen lamentablemente un discurso contrario que afecta a cientos de miles de venezolanos que se han visto forzados a huir del país para no solamente asegurar su vida e integridad física, sino para encontrar un mundo mejor y el futuro de sus hijos, tal como hicieron cientos de miles de nacionales de otros países, entre ellos precisamente peruanos y colombianos, cuando ante la situación política y económica, en medio de dictaduras y guerras, en todo caso de violencia y pobreza, se vieron también obligados a dejar sus países de origen, encontrando entonces la receptividad y la solidaridad de los venezolanos.
Las lamentables declaraciones de la alcaldesa de Bogotá y las de un candidato a la presidencia en Perú, con evidentes fines políticos y electorales internos, muestran efectivamente una ausencia de solidaridad y de tolerancia ante la angustia de quienes dejan el país en contra de su voluntad.
La alcaldesa López reafirma lo que había dicho en 2020, al responsabilizar a los venezolanos, mención directa a una nacionalidad, por el aumento de la criminalidad en la capital colombiana, a la vez que anuncia la deportación “sin contemplación” de los venezolanos que cometan delitos en ese país. Tanto o más grave aun las declaraciones del candidato a la presidencia por el partido Somos Perú, Daniel Salaverry, quien ha formulado vergonzosas declaraciones cargadas de discriminación y de xenofobia, llenas de odio hacia los venezolanos, calificándolos de delincuentes “que cometen atrocidades en el (su) país”, amenazando incluso hasta con regresarlos por barco a Venezuela apenas asuma la presidencia.
Estas declaraciones, que retoman la bandera del racismo, de la xenofobia y de la discriminación y que incitan a la violencia, nos colocan en épocas que creíamos superadas. Alteran, sin duda, la paz social y el camino a la integración que una vez soñaron nuestros estadistas.
Es cierto que los desplazamientos masivos de personas hacia el exterior tienen un impacto importante en los países de acogida, no siempre negativo como lo sostienen quienes se oponen a la recepción de extranjeros que muchas veces ignoran o desprecian el impacto positivo de las migraciones al desarrollo del país de acogida.
El fenómeno migratorio tiene, indudablemente, un impacto político que genera el debate interno en los países receptores, unos a favor de mayores regulaciones, otros más liberales. También un impacto económico cuando los extranjeros, sean refugiados o migrantes, se insertan o al menos intentan insertarse en el mercado laboral y en la vida económica del país receptor. Sin duda, causan también un impacto en las sociedades de acogida en las que deben insertarse, pero nada de ello debe disminuir el tratamiento y los derechos de esas personas, sea cual fuere su nacionalidad.
Es claro que las corrientes migratorias son flujos muy complejos, entre las cuales se incluye una inmensa mayoría respetuosa del orden que busca la seguridad y el progreso en la legalidad; pero también otros, una minoría, que incurren en prácticas delictivas que deben en todos los casos ser reprimidas de conformidad con las leyes de los países receptores, sin generalizar ni estigmatizar por nacionalidades.
El rechazo a los migrantes, a los extranjeros en general, es un problema cultural y de educación y más allá, de formación ciudadana; un tema lamentablemente hoy descuidado por las autoridades e incluso por los organismos internacionales que centran la protección de las personas desplazadas en la satisfacción de sus derechos humanos, en sus derechos civiles, en las libertades intrínsecas a toda persona; en el derecho al trabajo, a la alimentación, a la salud; pero que descuidan la inserción social, la aceptación, la reacción de las sociedades de acogidas o de recepción, basadas en el principio de solidaridad que regula el fenómeno migratorio.
Los Estados deben proteger a sus nacionales en el exterior, lo que no es evidentemente nuestro caso en el que el apoyo oficial a la diáspora venezolana está ausente. Los Estados de recepción tienen también por su parte obligaciones hacia los extranjeros que están en su territorio, más cuando se trata de refugiados o de migrantes. El Estado receptor debe garantizar a todos el disfrute, de los derechos que le otorga su condición de ser humano y la dignidad que le es intrínseca y asegurar el tratamiento justo mínimo que debe darse a todo extranjero. Pero no se trata solo de derechos y eso es quizás uno de los aspectos centrales del tratamiento del difícil tema migratorio, sino de obligaciones, de deberes hacia el Estado receptor y hacia las sociedades de acogida.
La enseñanza y la difusión de estas normas, de los derechos y de las obligaciones de unos y de otros, de los Estados, de las personas, de las sociedades receptoras, no han sido objeto lamentablemente de políticas sistemáticas de los Estados, pese a los esfuerzos de algunos órganos internacionales que manejan los flujos de personas, lo que afecta el tratamiento del tema y el discurso sobre el mismo.