El dictador venezolano —así es caracterizado por la inmensa mayoría de líderes del mundo libre— la mejor opción que tiene a la mano es la de reconocer su aplastante derrota. Para tales efectos sigue vigente y en pie la oferta de «una transición ordenada y pacífica», tal como lo han propuesto Edmundo Gonzáles Urrutia y María Corina Machado.
Esa alternativa ha sido descrita en términos muy puntuales y transparentes en conversaciones sostenidas con gobernantes de diferentes continentes y con líderes de ONG dedicadas a resguardar los derechos humanos y a patrocinar la democracia. Esa posición representa la prueba fehaciente de que, ni Edmundo Gonzáles Urrutia ni María Corina Machado, están animados por amarguras vengativas. De allí que esas alarmas que algunos encienden haciendo ver que, «se quiere aplastar al adversario», son absolutamente infundadas.
Una cosa es que en los tiempos por venir se haga justicia, para que tantos crimines perpetrados no queden impunes, y otra es dejar que la rabia presida las estrategias que deben concebirse e impulsarse para arbitrar una salida pacífica a la tragedia que padecemos en Venezuela. Eso no significa, para nada, ‘borrón y cuenta nueva’, simplemente son pasos que deben darse para poner las cosas en su justo lugar. Siempre tengo presente el consejo de su santidad Juan Pablo II, cuando nos dijo que «sin justicia no habrá paz».
Otra alternativa que se cacarea o difunde es la de «dialogar». Como si nunca, en estos 25 años, se haya agotado esa fórmula para tratar de avanzar en la resolución de esa crisis venezolana. Basta citar que van más de 16 ejercicios dialoguistas, el último el de Barbados y bien se sabe cuál ha sido el desempeño de Nicolás Maduro y sus representantes plenipotenciarios. Se burlan de los negociadores, incumplen los puntos acordados y ganan tiempo para proseguir en sus afanes dictatoriales.
Maduro sabe que solo algunos socios del club de regímenes dictatoriales han avalado la arbitraria proclamación realizada en la madrugada del 29 de julio pasado. Contrariamente la inmensa legión de gobiernos del mundo libre han repudiado semejante parodia fraudulenta. ¡Hasta sus allegados de la izquierda!, como don Pepe Mujica y el actual presidente de Chile, Gabriel Boric, han sumado sus voces a las de otros mandatarios de los que Maduro esperaba complicidad, tal es el caso de Lula Da Silva, quien no se ha guardado adjetivos para descalificar la insólita pretensión de Maduro de desconocer el verdadero resultado electoral, que otorga, con una ventaja descomunal, el triunfo a Edmundo González Urrutia.
Al día de hoy Maduro está aislado y desolado. Le quedan sus grupetes represivos que lo secundan en la comisión de reiterados crimines de lesa humanidad. Por tales hechos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ha catalogado su actuación como terrorismo de Estado. Al momento de escribir esta crónica sabemos que, in situ, una delegación de carácter técnica de la Corte Penal Internacional, está realizando exámenes respecto a las detenciones postelectorales ordenadas por Maduro, en razón de su ultimátum del «baño de sangre» que echaría sobre el país, como en efecto, desgraciadamente, ha ocurrido.
Es indudable que el régimen madurista no tiene ninguna voluntad de prevenir ni menos un ápice de ánimo para juzgar y castigar a los autores de tales vejaciones, sería como ilusionarnos viendo a Maduro y a sus pandilleros castigarse a sí mismos, ya que son ellos mismos los que ejecutan esas detenciones arbitrarias, los que torturan y asesinan a los ciudadanos secuestrados por ser «sospechosos del delito de traición a la patria», o sea, por cumplir labores de testigos electorales, cuidando las mesas de votación instaladas el pasado 28 de julio. Así fue como mataron a Edwin Santos en el estado Apure y más frecuentemente dejaron morir, lo que equivale a un asesinato, a Jesús Martínez Medina en el estado Anzoátegui.
De todas esas correrías están al tanto el recién electo presidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump y Marco Rubio, la persona seleccionada para ocupar el relevante cargo de Secretario de Estado. Fue el presidente Trump el que estableció, en su primer mandato, un cerco antinarcóticos porque está al tanto de como desde el territorio venezolano se despachan cargamentos de cocaína hacia espacios estadounidenses. Ese tráfico se ha incrementado considerablemente desde el año 2020. También fue en ese anterior mandato de Donald Trump, cuando se publicitaron los avisos ofreciendo recompensa por la captura de Maduro y socios, al relacionarlos con las prácticas propias del crimen organizado.
No menos significativo es el hecho cierto de que en las oficinas de identificación de Venezuela, controladas por agentes castristas, se documentan a piezas del terrorismo internacional que operan a sus anchas, encubiertos por la administración madurista. Eso es, sin lugar a dudas, una seria amenaza para la estabilidad y la seguridad del hemisferio occidental, que ha prometido resguardar el recientemente reelegido presidente Donald Trump, quien también sabe perfectamente que, de enquistarse en el poder el dictador Maduro, experimentaremos otra explosión emigratoria de miles de venezolanos que tratarán de ponerse a buen resguardo en territorio norteamericano. Este deplorable estado de cosas no ha cambiado sino para males agudos. Tampoco ha variado la identificación o caracterización que del régimen imperante en Venezuela, en Cuba y Nicaragua, se han formado, tanto el presidente Donald Trump como su secretario de Estado, Marco Rubio.
Saben cuál es la naturaleza de esos dictadores, que siguen cometiendo todo tipo de actos vandálicos. Saben que sus planes irrenunciables es expandir su esquema del socialismo del siglo XXI por toda América y más allá también. Saben que son abanderados del maleficio del populismo, que no tienen escrúpulos a la hora de enfilar sus tácticas de guerra hibrida, echando mano hasta de sus emisarios subrepticios en las diásporas para que generen perturbaciones. Saben que son títeres de Rusia y de Irán. De allí que apelando al refranero concluimos que, «guerra avisada no mata soldados».
Artículo publicado en el diario El Debate de España