¡Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas -ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres- ¡a ti dirijo mis súplicas!, pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos. Las troyanas, Eurípides
De la pluma de Eurípides nos llega la tragedia Las troyanas, drama en el cual se narran las desventuras de las otroras princesas de aquella ciudad una vez la inexpugnable Ilion es asaltada y saqueada por los vencedores aqueos, quienes desviados por el orgullo y la soberbia, eso que los griegos antiguos definían como el vicio del hibrys o de la desmesura, decidieran someter a toda suerte de vejámenes a aquellas mujeres, reduciéndolas a cosas y asumiendo la crueldad como vicio de acción. Las tragedias griegas, además de llevar a las tablas entretenimiento, histrionismo y esteticidad, son lecciones de vida para las sociedades promoviendo los hábitos modeladores de los instintos, pasiones y visceralidades de los seres humanos.
Hécuba, la desdichada consorte de Príamo, soberano de la saqueada, destruida e incendiada Ilion, es la protagonista principal de todas las desmesuras que devienen ausencia de contención de los desenfrenos y pasiones humanas, propios del caos el desorden y la guerra. Los vencedores fueron vencidos por las bajas pasiones y la impiedad con la cual trataron a los derrotados, a los sitiados a los indefensos. Así Hécuba tuvo que recibir el cuerpo yerto de su nieto infante, hijo de Héctor, el príncipe protector de la ciudad y de una princesa Andrómaca convertida en esclava en trofeo de guerra. Igualmente tuvo que presenciar cómo sus hijas fueron violentadas, caso de la desgraciada Casandra o sacrificadas como Polixema, a quien le arrancaron la vida sobre el túmulo funerario de Aquiles. El incendio, las llamas consumían a toda la ciudad de Troya y ante aquel cuadro hórrido Hécuba solo gritaba: “Arde Ilion ¡gimamos!”. Los gemidos se justificaban frente a la crueldad vivida y recogida en la tragedia Las troyanas. Con su nieto muerto en brazos, la reina Hécuba inquiere a los soldados griegos en estos términos: “Ahora que la ciudad ha sido tomada y destruidos los frigios, tenéis miedo de un niño pequeño. No alabo el miedo de quien teme reflexionar”. En esta frase se resume el clímax de la tragedia, su impronta aleccionadora, el miedo a negarse a reflexionar y pensar.
Reflexionar o contener la ira nos hace ser más humanos, más racionales, más conscientes, dejarse arrastrar por el hibrys o la soberbia es un vicio que macula cualquier acto de heroicidad, cualquier acción de progresividad es sencillamente dejar de pensar, dejarse arrastrar por las pasiones, destruir, matar, causar pena y perseguir, expoliar y violentar, haciendo que la irascibilidad mostrada por los griegos fuere repudiable a sus deidades protectoras como Atenea y Poseidón, los cuales llegaron a sentir repudio por tanta carga de crueldad, en palabras de Ovidio en su obra Metamorfosis: “Hace poco era la más importante de todas, poderosa por tantos familiares e hijos y ahora ando vagante, desterrada y desposeída”, tal era la hórrida situación de la reina Hécuba que los dioses la transformaron en perra, como culmen de su trágico destino y fue enterrada en las afueras de su reino saqueado y destruido.
Así las troyanas desposeídas, envilecidas, violadas, sin patria, sin familia iniciaban un viaje hacia lo desconocido, una travesía al horror, se abrieron paso entre tizones ígneos, entre escombros derruidos iniciaban un camino de esclavitud hacia los bajeles de los griegos y terminaría en muchos casos en el fondo del mar o en la humillante servidumbre sin derecho a la dignidad.
Haciendo de esta tragedia teatral un puente para nuestra desdicha, las modernas venezolanas son el émulo contemporáneo y caribeño de sus contrapartes troyanas, las nuevas troyanas de la destruida Venezuela, son la imagen latente del horror, de la desesperación y de la angustia; también han perdido su patria, su hogar, ven morir a sus hijos bien sea de hambre, bien sea bajo el yugo de la violencia del régimen o de los grupos delictivos que se disputan el territorio con un Estado inexistente, la soberbia de nuestros gobernantes y la desmesura de sus acciones los hacen cercanos a los captores de Ilion.
Las venezolanas son violadas en el Tapón del Darién, esa selva fronteriza entre Panamá y Colombia, que es una suerte de círculo del Infierno de Dante, presas de delincuentes de toda calaña, a merced de las fieras, en medio de la nada, deben de tomar la decisión de ser abandonadas si sufren un accidente que imposibilite la marcha, para que puedan llegar a la libertad el resto de sus acompañantes, nunca antes la libertad ha dado una pelea tan desigual contra la maldad, en palabras de Croce: “La libertad debe enfrentar en cualquier ámbito a la maldad”, en el caso del éxodo por el Darién esa máxima es cuando menos imposible de lograr. El éxodo de venezolanos supera al del conflicto de Ucrania, son más de 6,5 millones de connacionales que salen del país, en una hórrida tasa de 50.000 diarios, 50.000 inocentes desesperados que prefieren ser tragados por esa selva que regresar a esta ex república de verdades acomodaticias y acuerdos soterrados con el captor.
Somos invisibles para la cómplice comunidad internacional, los reportes de la Organización de Naciones Unidas son en el mejor de los casos archivados o desatendidos llegando a extremos de indolencia que se solapan con el entorpecimiento alevoso a los procesos de investigación, lo propio ocurre con la Corte Penal Internacional, entonces estamos solos a merced del hibrys de quien nos tiraniza, en manos de los aduladores de la irascibilidad, cuyo manera de escalar posiciones es justo a través del horror que supere al de sus amos o jefes inmediatos. Nimios y en paroxismo ciudadano no se exigen derechos, se suplican lisonjas y se pacta a diario con el opresor para coexistir bajo la amenaza latente de quien es connaturalmente traidor.
El Darién es insaciable, no para en tragarse la vida la desesperación de los desplazados venezolanos, quienes no tienen nada a que llamar casa, pues la ígnea furia roja arrasó todo a su paso, dejándolos a merced de la desesperanza, en este marco de horrores indecibles existen quienes se atreven a juzgar la desesperación de estos migrantes. ¿Pero es que acaso las situaciones límites pueden ser sometidas al tamiz de la razón? La respuesta es un contundente no, pues al igual que en la tragedia “troyanas”, no queremos reflexionar en la magnitud del desastre en el cual estamos inmersos así resulta más leve existir como nefelibatas, habitar en las nubes de las burbujas que permiten los tratos con el captor, es decir aceptar una derrota más humillante que la de Ilion, sencillamente la suma de desencanto, frustración y dolor de las venezolanas, supera a la de las saqueadas troyanas.
¿Cuánto más dolor debemos de aceptar como nación?, esta escenificación del teatro del horror paralizaría al propio Artaud, no hay fin para la incertidumbre, la angustia y el drama del venezolano. Si es que algún día llegásemos a salir de esto tendríamos que preguntarnos la manera de llevar tanto horror a las tablas, de exponer nuestra tragedia, pues al menos para nuestros vecinos en nuestro país no ocurre nada y ellos deciden elegir a los mismos personajes culpables del horror vivido y observado en primera fila por sus propios ojos, con lo cual se demuestra de facto que la frase de Eisntein es una tautología cierta e incontrovertible: “Solo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana”. El éxodo y el expolio de las nuevas troyanas no es una advertencia sólida para la tara del populismo que se expande como una metástasis por todo el continente y produce los mismos efectos, destrucción institucional, pobreza material, del lenguaje y del espíritu y perpetuidad en el poder, mutando la verdad y trocándola en cosa deforme y sin utilidad.
¡Gimen las troyanas!, Ilion arde hasta sus cimientos, así mismo Venezuela arde hasta sus cenizas, así lo confiesa una colaboradora del horror desde aquella ominosa Asamblea Nacional Constituyente, la cual solo sirvió de trono para que Nicolás Maduro diera al traste con la casi moribunda institucionalidad. Entonces, a las venezolanas les queda gemir, llorar y lamentarse sobre este horror que fue y es advertido y con el cual se tejen acuerdos, para terminar de lacerar la inexistente postura de valentía que se pueda asumir. Lo único claro en este país es la muerte, que es una palabra absolutamente grave y la cárcel acentuada ortográficamente por su carácter de esdrújula, así como por la inmisericordia de quienes nos dominan. También nos corresponde el ostracismo de quienes pactaron con los tiranos y ahora nos consideran pesos muertos en el mejor de los casos o repulsivos lázaros que nos interponemos en sus intereses crematísticos.
No razonamos, nos negamos a pensar y menos a calibrar las consecuencias de nuestros actos, solo nos queda el dolor, la oscura selva, la muerte y el desgarro de ver separadas a las familias, cerrar habitaciones, aceptar la desaparición de quien no llega a la libertad y ver cómo sigue ígneamente ardiendo aquello que llamábamos Venezuela. Entonces el dolor y la desesperación unen a troyanas y a venezolanas, la idea de la patria extinta es una punzada dolorosa en la fosa en la cual había antes un corazón dispuesto a latir de amor y emoción.
“Necio es el mortal que creyéndose siempre feliz se abandona al placer: la fortuna, cual furiosa delirante, salta aquí y allá y a ninguno concede perpetua dicha”.
Las troyanas, Eurípides