La Copa del Mundo conquistada por la selección argentina en Qatar desató la manifestación popular de júbilo más gigantesca de la historia argentina. Los memoriosos coinciden en que ni en la despedida de los restos de Eva Perón en 1952, ni durante las visitas del papa Juan Pablo II en 1982 y en 1987, ni en los multitudinarios cierres de campaña del peronismo y del alfonsinismo en la reapertura democrática de 1983, hubo tanta gente como anteayer en las calles a lo largo y ancho de todo el país, con epicentro en el Obelisco de la ciudad de Buenos Aires.
Es obvio que, en pocos días más, ni el recuerdo de las genialidades de Messi, ni las atajadas del “Dibu” Martínez, ni el ejemplar equilibrio de Lionel Scaloni, podrán tapar el flagelo de la inflación, la inseguridad o cualquiera de los graves problemas socioeconómicos de la Argentina.
Pero aun así el triunfo de la selección nacional de fútbol nos dejará a todos profundas enseñanzas que, bien aprendidas, podrían ser un pequeño paso hacia un país más ordenado, previsible y afín a la tan necesaria como defenestrada cultura del trabajo, puesta una vez más en tela de juicio por la decisión del gobierno de Alberto Fernández de decretar un feriado nacional. En uno de sus primeros actos de gobierno tras las lecciones de la Scaloneta, el primer mandatario demostró que no tomó nota de ellas, mientras algunos de sus operadores se desviven en las últimas horas por la tan ansiada foto del presidente con Messi.
En el equipo que levantó la tercera Copa del Mundo, a diferencia de lo que pasa en la política local, se privilegió el mérito sobre el amiguismo y nadie se sintió excluido por no salir a jugar desde el minuto inicial. Hasta jugadores que, por cuestiones físicas o técnicas, quedaron al margen del plantel de 26 integrantes que compitió en el Mundial siguieron sintiéndose parte del conjunto. Hubo un equipo con todas las letras, que exhibió solidaridad y cohesión interna por encima de cualquier individualidad.
Compromiso, compañerismo, sacrificio, constancia y perseverancia ante las múltiples situaciones adversas fueron la síntesis de la cultura del esfuerzo de la selección argentina. Así apareció un equipo capaz de sobreponerse a las peores caídas. La resiliencia brilló tras la inesperada derrota ante Arabia Saudita en el debut mundialista, y también anteayer, frente a la sorprendente recuperación de un equipo francés que parecía vencido.
Al contrario de lo que estamos acostumbrados a ver en el plano político, asistimos a un equipo que, frente a escenarios adversos, como el del inicio del campeonato, nunca recurrió al artilugio de señalar que la culpa la tuvo el otro. Tras el traspié ante los árabes, no se buscaron culpables fuera del terreno deportivo, ni se responsabilizó al árbitro. Simplemente, los referentes del team nacional pidieron a la gente que siguiera confiando en ellos porque iban a analizar y corregir los errores cometidos. Y así fue. Otro mensaje para no pocos funcionarios y dirigentes que sistemáticamente se niegan a reconocer sus propias falencias y les echan la culpa a los demás.
En la montaña rusa de emociones que mostró la infartante final disputada en el estadio de Lusail, es destacable la sencillez, el sentido común, la mesura y la humildad de Scaloni, dueño de un admirable equilibrio que ni siquiera perdió en medio de la euforia general por el título obtenido.
El triunfo fue costoso y exigente. No fue el fruto de un trámite simple y sencillo. Quizás sea este el mejor mensaje para no pocos argentinos que, habitualmente, pretendemos conseguir el mayor beneficio de manera rápida y con el mínimo esfuerzo. Y una brillante enseñanza para los más jóvenes.
Nuestra selección tuvo un cuerpo técnico que hizo lo posible por planificar hasta el mínimo detalle y que soportó las presiones y la ansiedad de un pueblo que, desde hacía 36 años, no veía a un equipo nacional levantar la Copa del Mundo, y tuvo jugadores que entendieron que no se trata de ganar siempre, sino de no darse por vencidos nunca. Todo un ejemplo.
Artículo publicado en el diario La Nación de Argentina