No es más que pura coincidencia que haya sido en el mes de Abril (2002 y 2019) cuando ocurrieron eventos en la política venezolana que hay que reexaminar para establecer responsabilidades y aprender de esas experiencias.
Los días 11, 12 y 13 de abril de 2002 se produjo el llamado “Carmonazo” con su correspondiente contragolpe por parte del chavismo para retener el poder. Lo que debió ser una eficaz acción civil y militar para derrocar al régimen chavista derivó en una escaramuza orquestada por sectores empresariales y mediáticos, sin conexión real ni con las Fuerzas Armadas ni con fuerzas civiles o políticas.
La ausencia de una dirección política y militar para coordinar el derrocamiento del régimen chavista y establecer un gobierno transitorio fue hábilmente suplida por Pedro Carmona, entonces presidente de FEDECÁMARAS, y su entorno quienes decidieron crear en el aire un gobierno de papel.
Esta caricatura de gobierno que, simbólica y muy brevemente, presidió Carmona legalmente intentaba darse una legalidad derivada de sí mismo. Esto no sería el problema central tomando en cuenta que se trataba de formas de facto para corregir una situación que era imposible corregir dentro de la legalidad de la Constitución chavista de 1999.
Lo grave en realidad fue la conformación de un gobierno sin apoyo militar ni popular. En lugar de un rey de papel periódico lo que se necesitaba en ese momento era una junta de transición como varias veces, a posteriori, lo ha explicado Carlos Ortega entonces presidente de la Confederación de Trabajadores de Venezuela.
Posiblemente los partidos políticos con vigencia en esa coyuntura han podido articular una dirección capaz de coordinar fuerzas militares y civiles. Pero los operadores de esas franquicias estaban tan confundidos por el vertiginoso y voraz reparto de cuotas de poder que fueron sorprendidos, como el resto de los venezolanos, con los anuncios del nuevo gobierno por la televisión. La ausencia de apoyo militar y civil había decretado la muerte de ese gobierno al nacer y enterraba quizás la mejor posibilidad que haya alguna vez existido para sacar al chavismo del poder.
Años más tarde, un 30 de abril nos sorprende en la madrugada la noticia de un presunto levantamiento militar contra el gobierno de Nicolás Maduro. No podemos darle crédito a las versiones que alegan un supuesto involucramiento de Maikel Moreno, entonces presidente del Tribunal Supremo de Justicia, y Vladimir Padrino López, Ministro de la Defensa, en el levantamiento militar. Sobre todo porque estas tienen en común provenir de la misma fuente: Christopher Figuera, entonces director del SEBIN.
Algunos participantes de estos eventos, como el Mayor General Cliver Alcalá, han asegurado que el caos y a desorganización del levantamiento del 30 de abril se debe a que, inexplicablemente, la parte civil de la operación (los operadores del partido Voluntad Popular) decidieron adelantar una día la acción que habría estado prevista para el 1ro de mayo.
En medio del desorden, la confusión y la intriga lo único concreto habría sido la liberación por parte del Sebin de Leopoldo López a quien meses antes el gobierno le había otorgado casa por cárcel.
Más allá de las versiones y las interpretaciones que se puedan tener sobre lo que pasó el 30 de abril de 2019 en Venezuela lo que sí salta a la vista es nuevamente la desconexión total de fuerzas militares y civiles comprometidas con la operación. No puede decirse que Christopher Figuera, sus comandos del SEBIN y algunos oficiales que fueron ese día al distribuidor de Altamira eran la parte militar porque su impacto en el seno de las Fuerzas Armadas chavistas fue casi cero, como se evidenciaría en las horas siguientes.
Tampoco se puede decir que la participación del partido Voluntad Popular, con Leopoldo López y Juan Guaidó a la cabeza eran la parte civil de ese levantamiento. El desconcierto y la desconfianza se impuso sobre muchos venezolanos que se abstuvieron de salir a la calle a apoyar algo que cada hora parecía más una improvisada aventura y menos un levantamiento militar.
Estos dos eventos de abril (2002 y 2019) han podido significar verdaderas oportunidades para sacar al chavismo del poder. Pero ambos resumen un patrón de conducta que ha fracasado en estos veinte años a la hora de oponerse al chavismo. La abundancia de franquicias partidistas que quieren participar en elecciones, negociar con el régimen y de vez en cuando lanzarse espasmódicamente en intentos improvisados, espontáneos y aislados contra el gobierno parece ser el único plan al cual hay que regresar en forma recurrente.
Lo que no hay, de lo que hemos carecido y aún hoy carecemos es de una dirección política con un plan de lucha y la capacidad de organizar las fuerzas militares y civiles para sacar al chavismo del poder.
En lugar de cancelar este debate a priori lo que habría que hacer es preguntarnos cómo podemos aprender de las experiencias de Abril para no cometer otra vez los mismos errores.