En noviembre de 1975, el dictador chileno Augusto Pinochet viajó a Madrid, para asistir a los funerales de otro dictador, Francisco Franco, en medio de las protestas de la clase política europea. Otros mandatarios europeos se negaron a asistir a las ceremonias oficiales de entronización del rey Juan Carlos, si para ello tenían que compartir con un tirano. Inmediatamente después del entierro de Franco, por encargo del futuro rey Juan Carlos, funcionarios del protocolo español le preguntaron directamente a Pinochet: “¿Cuándo se va Ud.?” No querían que, en la inauguración de lo que sería la transición a la democracia, hubiera nada que pudiera empañar esa ceremonia. ¡Sólo tres días después de su llegada, Pinochet debió abandonar Madrid, en medio del desprecio público! Cuando se quiere impulsar los valores de la democracia, sería hipócrita sentarse a la mesa con quien representa todo lo contrario, a menos que el propósito de esa reunión sea, precisamente, poner fin a la dictadura. Pero, en América (ese continente que va de Alaska a la Patagonia), parece que no lo acabamos de entender, o no lo tenemos suficientemente claro.
Cuando la era de las dictaduras militares en el Cono Sur de América Latina ya parecía superada, hay signos desalentadores que indican que, de nuevo, el viento está soplando en dirección contraria a la libertad. No me refiero solamente a Cuba, Nicaragua y Venezuela, esas tres dictaduras enquistadas en el corazón de América Latina, que cada día se hacen más fuertes, que sólo se sostienen en el poder militar, que siguen torturando y encarcelando a sus ciudadanos, y que no tienen la menor intención de entregar el poder a quien es el depositario de la soberanía. También hay otros signos preocupantes.
Por una parte, hay un grupo de países con gobiernos democráticamente elegidos, como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Honduras, México o Perú, inclinados a un populismo de izquierda o de derecha, unido al latrocinio más escandaloso de los recursos públicos, y que ha resultado desastroso para sus pueblos. Algunos de esos gobiernos han sido más que condescendientes con las dictaduras del continente. Otros –como Bolsonaro y Bukele–, alejados de esos proyectos políticos, han socavado igualmente las instituciones democráticas. En cuanto a Chile, su nuevo presidente todavía es una incógnita en cuanto a su compromiso con la democracia; pero el proyecto de Constitución elaborado por la Asamblea Constituyente chilena –lleno de disparates e insensateces– no presagia nada bueno para la estabilidad política y social de esa nación, por no mencionar la amenaza que supone para su integridad territorial, y lo que significa la propuesta de “sistemas de justicia” diferentes para unos y otros. Por otra parte, preocupa que países como Colombia, que tiene elecciones en los próximos días, pudiera unirse a la corriente chavista-madurista que recorre el continente, que ha empobrecido a nuestros pueblos, que ha recurrido a la violencia como forma de hacer política, que utiliza bandas armadas para agredir a quienes le adversan, y respecto de la cual hay indicios no desvirtuados de sus vínculos con el narcotráfico y con la guerrilla. Respecto de los Estados Unidos, parece innecesario hacer algún comentario sobre la amenaza que Donald Trump significa para la democracia y la libertad de ese país. Lo que hoy se puede apreciar no es alentador.
Hizo bien el presidente Biden en no invitar a la Cumbre de las Américas a los gobiernos que han hecho escarnio de la democracia. Lo contrario hubiera enviado la señal equivocada, sugiriendo que da lo mismo reunirse con gobernantes legítimos que con aquellos que mantienen las riendas del poder a sangre y fuego, en contra de la voluntad de sus pueblos. No es igual dialogar con un sátrapa, con las manos manchadas de sangre, que con un hombre de Estado que está pensando en la próxima generación. Pero sorprende la reacción de varios países de la región frente a esa medida absolutamente coherente con los valores que decimos defender.
Que, en solidaridad con sus socios del ALBA, Bolivia y Honduras decidieran no asistir a la Cumbre de las Américas es meramente anecdótico. Que, por las mismas razones, no asistiera Guatemala es indiferente. Que el presidente de México fuera el jefe de esa comparsa, y que él se haya puesto en un pie de igualdad con los sarracenos –por no decir con los equivalentes contemporáneos de Hitler o de Stalin–, tampoco resulta sorprendente; pero sí es preocupante, por la salud de la democracia en el continente, que el actual gobierno de México se haga cómplice de las atrocidades cometidas en el continente americano. De haber vivido en los años setenta, cuando florecían las dictaduras militares en el Cono Sur y en Centroamérica, y de haberle tocado a López Obrador ser el anfitrión de una Cumbre de las Américas, ¿hubiera invitado a Pinochet, a Videla o a Ríos Montt? ¿Será que para López Obrador hay dictaduras buenas y dictaduras malas? Al canciller de México, el señor Ebrard, le inquieta que el bloqueo de Cuba pueda ser un freno para el turismo internacional. Pero es alucinante que éste sea el principal motivo de su preocupación respecto de Cuba, cuyos ciudadanos no tienen el derecho de irse o de quedarse, y no tienen ni los recursos económicos ni la libertad para hacer turismo. ¡Por algo dicen que la diplomacia es el arte de mentir en nombre de la patria!
En su discurso ante la Cumbre de las Américas, Gabriel Boric –correctamente vestido para luego ir de compras por un bulevar de Los Ángeles, o para ir a comer una carne a la parrilla con unos amigos– decía que no le gusta la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Pero Boric no dijo ni una palabra sobre si le gusta que, en esos países, se excluya a los partidos políticos de oposición, se impida el trabajo de las ONG que defienden los derechos humanos y fiscalizan en qué se gasta el dinero de los ciudadanos, y se excluya a las grandes mayorías que no pueden elegir libremente a sus gobernantes, ya sea porque no hay elecciones libres o porque –como en el caso de Venezuela– no hay forma de que los nuevos electores siquiera puedan registrarse como tales en la circunscripción electoral correspondiente, o por ambas razones. Es alentador que, según lo manifestado en su discurso, Boric haya renovado su compromiso con el respeto a los derechos humanos; pero pedir un diálogo “sin exclusiones” no es coherente con un diálogo entre demócratas. El torturador y su víctima sólo pueden reunirse en una misma sala cuando esa es la sala de un tribunal de justicia, y a condición de que el torturador esté sentado en el banquillo de los acusados. Sugerir que Cuba, Nicaragua y Venezuela fueron excluidas de la Cumbre por “pensar distinto” es, por lo menos, un desatino, que ofende a las víctimas de esas tiranías. No hay, en esos regímenes, nada de ideológico, sino la ambición del poder y la necesidad de garantizarse la impunidad por los crímenes que han cometido. Esos autócratas no tienen un mensaje político que se pueda compartir o con el que siquiera se pueda discrepar; ellos no llegaron al poder en elecciones limpias y transparentes, como usted, señor Boric. Lo de ellos es el saqueo de los recursos del Estado, la persecución política y la tortura. Eso no es una idea; es un delito.
Al presidente de Argentina, que también hubiese querido “otra Cumbre”, le preocupa el bloqueo a Cuba y “el silencio de los ausentes” en dicha cita. Pero Fernández guarda silencio sobre el misterioso avión venezolano que aterrizó en Ezeiza, con un grupo numeroso de iraníes, de los cuales al menos uno de ellos parece estar vinculado con el terrorismo internacional. A Fernández no le alarma que en Cuba, Nicaragua y Venezuela no haya alternancia en el poder, ni le inquieta que en ninguno de esos países haya una prensa libre; después de todo, parece que ese “silencio” sí es conveniente, al menos para los que controlan los hilos del poder. A Fernández no le intranquiliza que, en Cuba, Nicaragua y Venezuela, los únicos que tengan derecho a voz sean los que mandan.
No son éstas las horas más propicias para la democracia en el continente americano. Hace solo unos días, una señora, cuyo nombre no vale la pena recordar, decía que “la democracia no es un derecho fundamental”. Técnicamente tiene razón, pues no hay ningún artículo, en cualquiera de los instrumentos internacionales de derechos humanos (en los cuales figuran algunos derechos que pueden ser considerados como “fundamentales”), en el que se indique que toda persona tiene derecho a la democracia. Eso es verdad; pero lo que esa señora ciertamente desconoce es que la democracia es la condición necesaria para el respeto de los derechos humanos; sin democracia, no hay derechos humanos. Además, como contrapartida, una sociedad democrática es aquella en que se respetan los derechos humanos. Lo que dicha señora ignora es que la democracia se articula precisamente a través del ejercicio de los derechos políticos, como la libertad de expresión, la libertad de asociación, el derecho de reunión, y el derecho a participar en el proceso político (ya sea en la toma de decisiones sobre asuntos de interés público, o eligiendo, o siendo elegido para cargos públicos). Pero, por supuesto, no son esos los valores que hoy prevalecen en Cuba, Nicaragua o Venezuela. Y no es mera coincidencia que, alejada de esos principios y valores, la señora que hizo ese comentario alguna vez haya podido ser miembro del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, un tribunal al servicio de un régimen represor, sin que importe mucho si sus integrantes tienen la necesaria formación ética y jurídica. ¿Qué más se podía esperar?
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