Siempre que me abandono a las difusas corrientes del sueño profundo, siento, al principio de los vapores preoníricos una al principio levedad de ensoñación que no posee formas ni bordes, ni comienzo alguno. Todo comienza con un tímido torpor que se insinúa con una cierta pesadez en mis párpados cuando atino a cerrar mis cansados ojos estropeados por la tanta lectura.
El proceso es así, creo. Me tumbo en la cama y cierro los ojos y pienso en la llanura temblorosa infinita que es el mar y distiendo mi mente por sobre las extensas plenillanuras acuáticas que se me antojan calmas y prolongadamente serenas en su vastísima extrensión.
Nunca he podido saber a merced de cuál exacto momento me interno al otro mundo de la oniria tras traspasar o trasponer la puerta que divide lo real de lo imaginario. De igual modo, nunca he sabido en qué punto exacto me despierto de esa espesa corriente metafísica que constituye el magma de mis experiencias ensoñantes.
Así como me voy involuntariamente de aquí hacia no sé cuáles regiones equinocciales de mi extravío craneoencefálico, del mismo modo; luego de un lapso indeterminado de tiempo nunca podré cuantificar, suelo regresar y descubrirme “despierto” o eso creo. Obviamente, nunca el tiempo del sueño o más exactamente el tiempo que transcurre durante el sueño es ni por asomo de la misma naturaleza del tiempo cronológico con que estamos acostumbrados a medir los días y las noches de eso que llamamos «realidad”. De ahí que la inaprehensible apropiación de lo transreal por medio de la ensoñación deba hacerse por intermedio de registros intelectivos también metacognitivos.
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