Las amenazas a la democracia no provienen solo de populismos y modelos dictatoriales y autoritarios: también provienen de las grandes empresas tecnológicas. Lo vienen advirtiendo centenares y centenares de pensadores, académicos, expertos en el área y estudiosos de las tendencias del presente: los desarrollos tecnológicos, concentrados bajo la propiedad y control de unas pocas empresas, constituye un desafío mucho más complejo, mucho más profundo y mucho más estructural para las libertades individuales, políticas y para la realidad funcional de las democracias.
Aunque en Estados Unidos, Canadá y Europa son constantes las apariciones de voces altamente calificadas que advierten sobre los peligros en curso; aunque se cuentan por decenas los libros publicados en los últimos tres o cuatro años que pormenorizan en sus análisis; aunque ya son numerosas las universidades donde hay grupos realizando investigaciones, en términos generales, mi sensación es que la mayoría de los ciudadanos, especialmente en América Latina, están lejos de incorporar a su agenda de los asuntos públicos, el riesgo real que empresas como Google, Facebook, Instagram, Amazon y otras representan en el ámbito personal, en el ejercicio ciudadano y en el espacio de lo público.
Favorece a las tecnológicas el que somos los ciudadanos quienes, entre inocentes y satisfechos, entregamos nuestros datos y usamos los servicios que nos ofrecen, sin que terminemos de entender que esos datos se analizan, se clasifican, se venden y sirven a los más diversos fines. El más obvio de todos es el relativo a su uso como insumo para crear productos y servicios, o para diseñar campañas de mercadeo. El llamado big data es, como se ha dicho, el nuevo petróleo del mundo.
Lo sustantivo es que el estudio, con métodos que se fundamentan en la neurobiología, la psicología y la sociología permiten predecir nuestras decisiones y comportamientos y, todavía más gravoso en mi criterio, influir o manipular nuestros sentimientos para empujarnos hacia determinadas posturas en lo político, lo social y en cuestiones fundamentales para la convivencia, como nuestros pensamiento y actitudes hacia lo racial, lo religioso y lo ideológico, o hacia problemáticas sustantivas como el fenómeno migratorio, la pobreza, la violencia de género y muchos más. Dicho de otra manera: las grandes tecnológicas, y también los gobiernos de algunos países, están dedicados a la vigilancia de nuestros cerebros, invierten enormes recursos en ello, enfocados en el propósito de aumentar el conocimiento y las técnicas para controlar nuestras mentes. Es lo que Shoshana Zuboff, economista y profesora emérita de la Universidad de Harvard, ha llamado el capitalismo de vigilancia. En una entrevista publicada en la revista XL Semanal, hizo un dictamen categórico: “El capitalismo industrial destruye el planeta. El capitalismo de vigilancia destruye la naturaleza humana”.
Otra cuestión fundamental, que también interroga a las responsables de las redes sociales, es la aquiescencia o permisividad hacia el odio –en realidad, hacia la normalización del odio como práctica social–, el empobrecimiento de la lengua y hacia el cada vez más recurrente uso de las redes como herramientas para el linchamiento digital. El reciente caso de Verónica Rubio, una madre española de 32 años que escogió suicidarse, una vez que un video de contenidos sexuales circulara entre sus conocidos y en su centro de trabajo, es un inequívoco alerta de cómo el principio de la libertad de expresión se transgrede para hacer un uso perverso y destructivo de la reputación de una persona.
El señalamiento hacia las tecnológicas, cada vez más repetido, de que permiten la violencia con palabras e imágenes, tropieza con una dificultad conceptual considerable: que entra en juego el espinoso asunto de la libertad de expresión. En lo sustantivo, los demócratas –y, sobre todo, quienes hemos dedicado la vida entera a la defensa de los medios de comunicación– nos oponemos a las regulaciones u obstáculos a la libre expresión. Pero hay unos frágiles y complejos límites entre información y desinformación, entre opinión y manipulación, entre debate y linchamiento digital, sobre los que la sociedad debe ponerse de acuerdo –lo que debe incluir legislación al respecto–, porque en ello está en juego nada menos que la sostenibilidad de la democracia. Mientras más linchamientos, odios, falsas noticias, distorsiones de la realidad y acusaciones infundadas circulen en el espacio público, mayor será la fragilidad del modelo democrático.
Pero todavía hay otra cuestión, que conozco de forma directa, que es el socavamiento que las grandes tecnológicas ejercen ahora mismo sobre la economía de los medios de comunicación: como resultado del alto tráfico de usuarios por sus páginas –en Google, por ejemplo, se realizan más de 3.500 millones de búsquedas diarias– han logrado la concentración de la inversión publicitaria, de la que sacan una ventaja desproporcionada: se quedan con un porcentaje enorme del dinero de los anunciantes, y solo una parte marginal va a las empresas que producen la información y los contenidos. Esto no ocurre sin un peligroso resultado: medios de comunicación cada vez más empobrecidos, lo que impacta la sostenibilidad de los mismos y los aniquila paulatinamente, lo que reduce la amplitud de la oferta de información y opinión, que es uno de los fundamentos de la democracia.
Son verdaderamente claves los asuntos a los que, de forma somera, me he referido en este artículo. Es sustantivo: la defensa de la democracia y las libertades individuales y políticas exige también acuerdos de la sociedad y legislaciones que limiten la acción de las grandes tecnológicas. De no hacerlo, los riesgos son incalculables: menos medios de comunicación, medios de comunicación cada vez más debilitados, prácticas de odio y linchamiento digital más recurrentes y, como sustento de todo lo anterior, un ciudadano venido a menos, manipulable, desinformado y cargado de prejuicios, ese sujeto que Yuval Noah Harari, el autor de Sapiens, ha llamado “el animal pirateable”.
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