OPINIÓN

Las fatigas de mi vida

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Para mis benévolos lectores

Veo caer la hoja al desprenderse de la rama del árbol; gira al caer y al dar vueltas el sol resalta su suave verdor como si ofreciera una nueva vida antes de tocar el suelo. Sin poder evitar lo inevitable observo que en cada airoso movimiento la hoja cae en silencio sin temor a enfrentar el hecho de que la perfección de su existencia reside, al caer, en el verdor de su vida. Al verla girar, siento que mi propia vida adquiere sentido y descubro que en la insignificancia y el anónimo palpitar de la pequeñez de las cosas se oculta el más espléndido de los arcoíris, el prodigioso universo de lo que no vemos o no estamos dispuestos a reconocer.

El viento, con dedos ágiles, estremece la fronda con plácida y suave ternura y desde mi lugar puedo sorprender el momento del roce de las ramas con el aire y me capacita para determinar cuándo es el viento y cuándo es algún pájaro que se oculta en las ramas, la remueve con mayor fuerza y el movimiento que provoca llena mi vida de alegría. El pájaro no permanece quieto, la inmovilidad es contraria a su propia naturaleza y oculto entre las hojas da pequeños saltos que remecen la vida del árbol como si el propio pájaro se hubiese convertido en un viento desconocido proveniente de ninguna parte. Me conmovió sorprender ese instante de vivacidad y me dije que la gente, el mundo se burlaría de mí si confesaba que aquella presencia del pájaro transformado en uno de los misteriosos dedos del aire marcaba en mi espíritu un encanto superior a la satisfacción que se experimenta frente al éxito de alguna empresa o los gritos de entusiasmo provocados por algún glorioso acontecimiento. Pero de la misma manera y contrariamente, también como yo, el pájaro está sujeto a leyes inexorables que lo obligan a padecer y soportar inclemencias. Están obligados a buscar alimento, construir el nido, desplazarse, defender su territorio. Los poetas ridículos creen que el canto de los pájaros son tributos sonoros a la libertad, cuando se trata de todo lo contrario: son cantos de desafío o de apareamiento. Deben viajar, cubrir enormes distancias. Las golondrinas viajan desde Argentina y llegan a Capistrano, California, cada año en fecha y hora exactas; muchas mueren durante la travesía, pero las que sobreviven regresan a la Argentina cuando acaba el verano. Al recordar a las golondrinas, comprometo mi memoria con la amarga tristeza de mis compatriotas que bajo las atrocidades del régimen militar bolivariano tratamos de sobrevivir a las incertidumbres de una existencia desafortunada y a la afrenta de una diáspora perversa.

Cuando me refiero al pájaro, a la hoja y al viento, hablo del Misterio, de lo insoslayable, de lo que acontece sin nuestra intervención. Podemos ordenar y orientar nuestros actos, precipitar o serenar la propia vida, intentar detener inútilmente el paso del tiempo o tratar de hacerle trampas a la Muerte, pero al dar pequeños saltos dentro de la fronda las alas de pájaros se convierten en los dedos del aire que acarician las trémulas hojas del árbol hasta verlas caer y uno, haciendo de fisgón, ve también al pájaro ocultarse en las espesuras de otros árboles o emprender un vuelo alocado llenando de resplandores las fatigas de mi propia vida.

«Yo soy mi río, mi claro río que pasa / y me lleva sin tregua», dice Eugenio Montejo. Es por eso que estimo la suave o impetuosa corriente de los ríos; la exacta repetición de las olas del mar chocando a cada instante contra las negras piedras o contra el resistente malecón. La dulce o salada majestuosidad de las aguas convertidas en eternidad enriquecen la fragilidad de mi vivir y me obligan a agradecer los pasos que a mis noventa años me han llevado a entender que el tiempo duerme en las aguas de los ríos agotados o caudalosos o dentro de la ola que se estrella en la playa seguida de inmediato y sucesivamente por otra y otra más que también se estrellan y se extinguen en susurros que se hunden y desaparecen en la arena. ¡Lo hacen los ríos que mueren en el mar y los mares que se extinguen en el tiempo que durante siglos duerme en ellos.

También ocurre que a través de la ventana de mi cuarto veo nacer, crecer y madurar el fruto que cuelga de la rama del mango. Un árbol más que centenario que se asume como patriarca en el solar de mi casa. ¡Es un pequeño pero asombroso milagro cotidiano¡ Lo sería aún más si lográramos penetrar, por ejemplo. en el interior de una flor para descubrir un nuevo, minúsculo y desconocido universo que a su vez desde su nueva, maravillosa e ignorada dimensión se torna más inmenso a medida que nos hundimos o navegamos en él. ¡Tita Beaufrand vive y respira hondo en esas asombrosas regiones¡

¡Y es así la vida¡ Avanza lenta o acelerada, impulsada por el viento del tiempo como hace con las nubes o con las hojas y vamos descubriendo sus secretos ríos exhaustos o caudalosos; sus precipicios y acantilados y nos lanzamos al río y dejamos que nos lleve, sin tregua a ninguna parte o nos arrojamos al abismo de lo desconocido y revelamos el misterio del Ser o continuamos atraídos por los cantos de sirenas que abandonan nuestras almas en los desolados islotes de la existencia del No Ser. Y al igual que el fruto del mango que adquiere cuerpo y consistencia al madurar. Así, mi vida alcanza, o no, cuerpo y densidad y en el mejor de los casos creemos, juzgamos y sentenciamos y me aflige la injusticia, la vanidad y la presunción, pero llevo conmigo el acero de la dignidad que venero con la misma intensidad que siento por la hoja del árbol al verla girar y caer movida por el viento.