OPINIÓN

Las escopetas y las palomas

por Sergio Ramírez Sergio Ramírez

Nunca me ha gustado mucho el refrán “las palomas tirándoles a las escopetas”, porque presupone que el papel indefectible de las escopetas es matar palomas, y el de las palomas resignarse a su papel de víctimas. Lo contrario, es el absurdo. ¿Cómo una paloma se va a volver contra una escopeta?  Se trata de una justificación de la ley del más fuerte, contra la que no hay nada que hacer. Las escopetas son escopetas, para eso fueron fabricadas, para disparar y matar, y las palomas son palomas, para eso nacieron, para ser acribillados a perdigonazos, y morir.

Recuerdo este aforismo de resignación y derrota, al leer a algunos analistas políticos para quienes la dictadura de Nicaragua es invulnerable a cualquier tipo de resistencia. Sin oposición interna que le haga frente, y con un entramado de poder inmune a las sanciones internacionales, la mejor recomendación es la de no provocar al dictador, porque eso lo vuelve más violento, o la hace más fuerte.

Así se expresa mi viejo amigo, el comandante del FMLN Joaquín Villalobos, en un reciente artículo en El País. Un error absurdo el del papa Francisco comparar a la dictadura de Ortega con la de Hitler; otro error, no menos imprudente, el de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas denunciarlo por crímenes de lesa humanidad, porque más bien eso lo fortalece, y ya podrá morirse en la cama de puro viejo gracias a tan festinada condena.

Según este alegato, Ortega, en un acto de gracia unilateral, sin pedir nada a cambio, sacó de la cárcel, para meterlos en un avión, a más de dos centenares de prisioneros; y el simple detalle de despojarlos enseguida de su condición de nicaragüenses, que repitió luego con cerca de cien ciudadanos más, entre los que me encuentro, al ser criticado innecesariamente por la comunidad internacional, impidió ver la trascendencia del gesto magnánimo. Los dictadores bananeros son así, tienen sus excentricidades. Algo tenía que darles a las bases radicales, militantes fanáticos, paramilitares gatillo alegre, y partidarios aduladores y sumisos, para mantenerlos en paz y contentos.

Esto me recuerda el cuento del matón desaforado que cada noche salía a la calle garrote en mano, con su cohorte de secuaces; se metían a la casa de los vecinos, los apaleaban, destruían sus muebles y enseres, y condenaban a todos al encierro prohibiéndoles salir a la calle. Muchos escapaban a escondidas, y cambiaban de barrio. Apenas amanecía, un predicador los visitaba casa por casa aconsejándoles mejor callarse porque, si se quejaban, la furia del energúmeno sería peor. Que tuvieran paciencia. La solución era el diálogo. Las víctimas ceden, y el matón cede. Siempre existe el término medio.

“Sin oposición las condenas internacionales no sirven de nada”, afirma el comandante Villalobos. En efecto. ¿Pero qué se hizo la oposición en Nicaragua? Hay que recordarlo. Todos sus dirigentes fueron encarcelados antes de las elecciones presidenciales de 2021, bajo acusaciones que iban a de traición a la patria a lavado de dinero, mucho de ellos solo por haber declarado su intención de presentarse como candidatos contra Ortega, que contó los votos, y ganó como candidato único.

Y luego, tras ponerlos en el avión, los declaró apátridas, razón por la que dentro de Nicaragua no hay oposición visible. Pero prisioneros opositores no habrán nunca de faltar. Estos últimos días han sido apresados decenas más, con lo que de nuevo las cárceles se vuelven a llenar.

“Nadie invadirá Nicaragua para derrocar a Ortega, tampoco habrá otra revuelta popular, esa oportunidad se perdió y no es repetible a voluntad. No habrá una nueva ‘contra’ y un golpe de Estado es imposible e indeseable porque puede convertirse en una guerra civil. En síntesis, no hay fuerza para lograr un cambio”, agrega el comandante Villalobos.

Es una impecable falacia en serie. Nunca he escuchado a ninguno de los dirigentes opositores en el exilio, de cualquier color ideológico que sea, pedir una invasión militar a Nicaragua. La rebelión de abril de 2018 tuvo un carácter cívico, porque esta nueva generación de nicaragüenses que salió a exigir democracia y libertad a las calles, es contraria al uso de las armas. Tienen conciencia de que la guerra civil de los años ochenta en Nicaragua sólo trajo luto, destrucción y sangre, otra dictadura, y más corrupción. Lo mismo pasó en El Salvador. Pero no está escrito en ninguna parte que los jóvenes no salgan otra vez a las calles, a pesar de la persecución constante y la imposición del terror y el silencio.

Y me parece que ya sería demasiado pedirle a las palomas, que además de no dispararle a las escopetas, puesto que así son las escopetas, están hechas para matar palomas, y para matar gente, que además de huir por centenares de miles para salvar sus vidas, y buscar la comida lejos de las fronteras de Nicaragua, a pesar de lo “bastante bien que sigue funcionando la economía capitalista”, reclamen a la comunidad internacional que no sólo no imponga más sanciones contra la dictadura, sino que levante las que ya existen, “para facilitar un diálogo”.

Negarse a las posibilidades del diálogo como salida a una crisis política parece insensato. Pero en el caso de Nicaragua primero hay que preguntarse qué clase de diálogo, y con quién. Y para qué. El modelo que veo afianzarse en mi país no es el de una dictadura como la de Somoza, que endurecía a veces sus posiciones y en otras buscaba respiro, decretaba amnistías, o restablecía la libertad de prensa.

Más bien lo que se consolida cada día es un modelo parecido al de Cuba en los años sesenta, por obsoleto que parezca, o como el de Corea del Norte, por absurdo que parezca. Todos los opositores en la cárcel o en el exilio, la sociedad civil muerta, los medios de comunicación desaparecidos, las iglesias cerradas, las fronteras selladas. Un partido único, un discurso único, una familia única en el poder. Aislamiento internacional. Silencio y sumisión.

¿Cuál diálogo entonces? Sólo pregunto.

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