Tal como lo vaticinaron la mayoría de los observadores, y a pesar de los rumores y de las filtraciones que circularon en días recientes sobre un estrechamiento del margen entre las dos opciones, el electorado chileno, por segunda vez en casi dos años, rechazó una propuesta de nueva Constitución. La primera fue una opción de izquierda, incluso, según algunos, de extrema izquierda en algunos temas. La segunda, también según otros, fue de derecha, incluso de extrema derecha, y también fue rechazada, por un margen menor que la primera.
Más allá de los detalles del electorado que votó en esta ocasión mayoritariamente por el rechazo, conviene tratar de entender por qué la sociedad chilena se ha mostrado tan reacia ante estas alternativas, y qué significa su paradójica decisión ante el futuro.
Según estudios de analistas chilenos, sobre todo las mujeres votaron en contra de la segunda propuesta, redactada por una Convención Constituyente dominada por el Partido Republicano, es decir, la ultraderecha que postuló a José Antonio Kast en la última elección presidencial. Probablemente la interpretación que se le dio a la redacción sobre la vida e implícitamente sobre el aborto en este nuevo texto llevó a un voto muy mayoritario femenino en contra de la propuesta, sobre todo entre mujeres jóvenes. Pero también es un hecho que una buena parte de quienes votaron nulo en el primer plebiscito, hace año y medio, ahora sí optaron por el rechazo, mostrando que su desagrado ante la opción de izquierda no era indiferencia sino disgusto.
En cierto sentido se podría decir que la sociedad chilena tuvo razón: rechazó una mala Constitución de izquierda, y una reaccionaria Constitución de derecha. O también se podría decir que el mejor presidente que ha tenido Chile en los últimos 35 años, Ricardo Lagos, acertó discrepando tácitamente de la primera versión y rechazando categóricamente la segunda.
La primera enseñanza de esta fantástica y hasta cierto punto inútil experiencia consiste en reconocer el error de muchos, incluyendo al que esto escribe. Pensamos una gran cantidad de observadores y admiradores de Chile hace un poco más de cuatro años, inmediatamente después del estallido social de 2019, que la solución propuesta por buena parte del espectro político e ideológico chileno, a saber, encauzar la rabia social de aquellos días por una vía política y constitucional, era una prueba de sensibilidad, de inteligencia y de madurez de un país que siempre había sido un ejemplo para América Latina. Parecía, en aquel momento, que en lugar de seguir peleando en las calles, en las estaciones de metro y en los parques, como tantos otros, los chilenos habían resuelto canalizar sus demandas y su rabia por la vía institucional. Casi, casi como la revolución mexicana entre 1915 y 1917: transformar la violencia en una Convención Constituyente. Aplaudimos y felicitamos a los chilenos por su sabiduría.
Hasta ahí llegó dicha sabiduría. La izquierda, mayoritaria en la primera Convención, no supo moderar sus ansias y atiborró el primer texto con una cantidad de proclamas, de derechos, de artículos y de páginas que simplemente resultaron inaceptables para casi dos de cada tres chilenos. Muy pronto se entendió que una sociedad que no se había inclinado tanto hacia la izquierda como la calle parecía sugerirlo, iba a rechazar la estridencia propia de los artículos sobre los derechos de los pueblos originarios, la salud reproductiva, el debilitamiento de una Cámara, la creación de facto de varios sistemas de justicia, etcétera. No había cómo.
De ahí se pasó a la segunda elección de constituyentes, ahora acompañados de un consejo de expertos o sabios, que redactaron un borrador sensato y prudente, pero que no sobrevivió a las presiones de la derecha que se volvió mayoría en la nueva Constituyente. En el segundo texto, los republicanos, aliados con buena parte de la derecha tradicional chilena, incluyeron una serie de disposiciones, en algunos casos sobre los mismos temas ––el aborto–– y principalmente sobre la extensión, la pertinencia y el peso del sector privado en la economía y la sociedad chilenas, que no le quedó más remedio a buena parte del país que resignarse al rechazo. Algunos pensaron que si se podía asociar al gobierno del presidente Gabriel Boric con la posición del rechazo, ganaría el apruebo, ya que Boric goza de una enorme impopularidad. No hubo tal. La sociedad chilena simplemente tiró el nuevo proyecto al cesto de la historia.
Hoy, quizás al igual que hace medio siglo, la sociedad chilena no quiere una revolución, ni siquiera reformas radicales, ni de izquierda ni de derecha. Probablemente sea, por los presidentes que ha elegido desde 1989, un electorado de centroizquierda. Con todo el dolor de su alma, viejos y jóvenes militantes, socialistas e incluso de una izquierda más radical, votaron por conservar la Constitución originalmente redactada bajo la dictadura de Pinochet, aunque lleve la firma de Lagos, gracias a las reformas que se le incluyeron durante el mandato de este último. No parecen congratularse del resultado, aunque prefieren éste a cualquier otro. Ahora no le queda más a todo ese sector de la sociedad chilena, posiblemente mayoritario, pero por poco, que gobernar y tratar de ganar las próximas elecciones, municipales, legislativas y presidenciales.
No es una mala lección para toda América Latina. La cantidad de países y de veces que las sociedades latinoamericanas han querido resolver transiciones de la autocracia a la democracia, o de dictaduras a las libertades, a través de nuevas constituciones, a estas alturas ya debiera constituir un poderoso argumento en contra de esos intentos. A nadie le ha salido bien, ni a México en 1917, ni a Brasil en 1988, ni a Colombia en 1991, ni a Chile ahora, y podríamos encontrar muchos más casos. No es que las constituciones no sean necesarias: lo son. Pero no resuelven todo; más aún, no suelen resolver nada, sino simplemente, en el mejor de los casos, sentar las bases para que otros mecanismos permitan convivir y gobernar.