Muchos analistas y estudiosos de los procesos políticos y sociales habían advertido sobre la polarización de vértigo que se estaba produciendo en Estados Unidos durante los últimos años y cómo la misma representaba un peligro para la democracia. El asalto al Capitolio del pasado 6 de enero, día en que el Congreso iba a proceder al conteo de los votos electorales, un procedimiento que iba a conducir de manera aparentemente inexorable a reafirmar la anunciada victoria de Joe Biden, constituye un hito profundamente negativo en la historia del país y obliga a hacerse reflexiones sobre las encrucijadas y los procesos de avance y retroceso que afectan a las democracias.
Pero el análisis no se puede limitar a los hechos funestos de la invasión al Capitolio y la innegable responsabilidad del presidente Trump en abrir la puerta a una convocatoria que reunió a grupos extremistas, evidentemente entrenados en la confrontación con la fuerza pública, y que condujo a una acción que paradójicamente se ha revertido en su contra. Más allá del análisis de lo obvio, hay que hurgar con más profundidad en la responsabilidad de los liderazgos de los dos partidos principales, de los medios de comunicación convencionales y de las redes sociales en generar una situación que compromete seriamente el futuro de la nación. Del mismo modo que hay que indagar a fondo cómo se produjeron los eventos del asalto al Capitolio, hay que entender e investigar cómo se generaron asaltos y demostraciones violentas en muchas ciudades de Estados Unidos a raíz de la injustificable muerte de George Floyd estando bajo custodia de la policía de Minneapolis. O el contenido de los llamados de organizaciones como Black Lives Matter, aparentemente destinados a reconocer y cambiar la situación de segregación y fragilidad de las comunidades afroamericanas, un objetivo indudablemente loable, pero que impulsan también un mensaje a veces subliminal, a veces directo, que apunta a empoderar el resentimiento. O precisar y entender la naturaleza altamente corrosiva de la acción extremista de grupos como los Proud Boys, Antifa y QAnon, provenientes de lados aparentemente opuestos del espectro político, pero que, como suele anunciar el proverbio popular, los extremos se tocan en su acción y propósitos. Lo que se sabe de las investigaciones adelantadas por el FBI apunta claramente en la dirección de que en los eventos del Capitolio habían infiltrados de orígenes políticos diversos, algunos de ellos extranjeros y con una abierta conducta antinorteamericana. El hecho de que “el hombre de los cachos” que apareció en muchas de las imágenes de la toma haya sido sindicado de pertenecer tanto a Antifa como a QAnon, dice mucho sobre las peligrosas puertas que se abren al extremismo y como este tiene su propia agenda.
La segregación, el resentimiento y el extremismo son enemigos letales de la democracia, que se ven reforzados en su acción por dos conductas de la gente. Una es la que se expresa en la acción con frecuencia opaca y poco beligerante de las así llamadas mayorías silenciosas, amplios sectores de la población que no comparten las acciones extremistas pero que tampoco defienden activamente la causa de la democracia. La otra conducta es la que fue descrita por la investigadora alemana de encuestas y comunicación Elisabeth Noelle-Neumann en las décadas de los sesenta y setenta, y que vino a conocerse como la “Espiral de silencio”, la teoría de que la disposición de las personas a expresar sus opiniones sobre temas públicos controvertidos se ve afectada por su percepción, en gran parte inconsciente, de esas opiniones como populares o impopulares. Ambas conductas, unidas a un narcisismo creciente, sobre todo en las democracias occidentales, que se expresa en la convicción de los individuos de que solamente deben preocuparse de su propio destino e interés, y que la sociedad, o el universo, tienen una deuda con ellos en permitirles que alcancen sus metas. Esta visión propia de los libros de autoayuda posiblemente tiene algún sentido en gente que ha tenido oportunidades en sus vidas, pero termina por generar una disposición de negación de la actividad política y social como mecanismo para garantizarle oportunidades a todos, reducir las fuentes endémicas del resentimiento, y promover la justicia social y la defensa de la democracia.
Termino de leer una entrevista excepcional a la escritora y periodista Anne Applebaum sobre los riesgos y encrucijadas de la democracia (https://elpais.com/elpais/2021/01/07/eps/1610037420_550433.html). Más allá de sus críticas a algunas actuaciones de Trump, que puedan o no compartirse, las reflexiones de la escritora sobre los riesgos de dar por sentada la democracia y pensar que la misma sigue una trayectoria ascendente son dignas de especial atención. Leo también con atención uno, entre muchos, de los estudios interesados escritos por teóricos de la conspiración, sobre la inevitabilidad de una guerra civil en Estados Unidos. Creo que el análisis escrito por Thierry Meyssan (https://www.voltairenet.org/article211852.html) carece de todo sustento, que no habrá ninguna guerra civil, y que la gran democracia norteamericana sobrevivirá el impacto de la crisis generada por la polarización y el extremismo, pero es importante conocer las argumentaciones de quienes estiman que las fundaciones del sistema político de Estados Unidos, que han servido como muro de contención contra el nazismo y el comunismo, son débiles, al tiempo que mantienen una abierta cercanía con regímenes autoritarios como los de los países árabes. Dos visiones contrapuestas, una abierta al cambio y la otra apocalíptica.
Es mucho lo que Venezuela le debe a Estados Unidos en su lucha contra la tiranía chavista-madurista. El interés primario de los venezolanos debería ser mantener nuestra causa en el ámbito de interés bipartidista y transmitir el mensaje de advertencia sobre lo que significó la polarización, el resentimiento y el extremismo en la destrucción de nuestra nación. Entender que más allá de lo obvio, es indispensable insistir en la responsabilidad del liderazgo político, el de ambos partidos, de la nación norteamericana en conducirse de una manera que estimule no el reencuentro trivial y sin consecuencias de las frases reconciliatorias huecas, sino el esfuerzo conjunto de un gran pueblo y una gran nación.