El asentamiento del poder bajo parámetros democráticos en buen número de países, tras lo que vino a denominarse la tercera ola democratizadora que se registró en el último cuarto del siglo pasado, es un hecho de sobra conocido. La democracia se configuró como una forma de ejercicio del poder en la que las elecciones desempeñaron un elemento crucial de la misma que, no obstante, se veía acompañado de otros aspectos institucionales en torno al Estado de derecho, de valores articuladores de la convivencia y de cierto nivel de igualdad socioeconómica. Por consiguiente, la relación entre las elecciones y la democracia es unívoca. Esta no existe si no se llevan a cabo aquellas, pero las elecciones por sí solas no traen consigo la democracia.
Desde la teoría política este escenario ha sido contemplado en la última década por analistas de la Universidad de Gotemburgo en Suecia bajo el paraguas del proyecto de investigación denominado “Variedades de la democracia”. Su visión es relativamente sencilla, conciben la democracia como un poliedro de cinco caras diferenciadas del conjunto general como cinco variedades: la electoral, la deliberativa, la igualitaria, la liberal y la participativa. Cada una de ellas es descompuesta en diferentes componentes que son medidos con escalas simples en relación con su nivel de observancia, generándose un índice que permite analizar su evolución a lo largo del tiempo y compararlas de un país a otro.
Con muy pocas excepciones, la política latinoamericana en las últimas tres décadas ha girado fundamentalmente en torno a la dimensión electoral de la democracia. Esta variedad pone el énfasis en la libertad de asociación y expresión, en elecciones limpias, en la extensión del sufragio y en la existencia de cargos públicos electos. El hecho electoral se ha satisfecho razonablemente bien en América Latina con elecciones celebradas de manera periódica y con resultados reconocidos por las partes, produciendo el triunfo de la oposición en prácticamente la mitad de los casos.
Los datos del referido proyecto de investigación sueco validan esta circunstancia al situar los índices de la democracia electoral a lo largo del tiempo por encima de los otros cuatro. En gran medida esto es así por una combinación venturosa, en términos generales, de instituciones que han funcionado correctamente y de una ciudadanía cuyo comportamiento ha seguido pautas de indudable madurez.
Sin embargo, en la compleja arena de las relaciones de poder no deja de haber tensiones que ponen de manifiesto posiciones de clara confrontación. Lo acontecido al respecto en Brasil y en México en la última semana es una evidencia de ello y prueba simultáneamente el deterioro de las cinco variedades citadas, en el primero a partir de 2016 y en el segundo después de 2018. En ambos casos, pugnas políticas entre los poderes del Estado ponen en cuestión los propios procesos electorales e incluso al órgano arbitral de los mismos.
Por un lado, el Tribunal Supremo de Brasil decidió el pasado 15 de abril, por ocho votos a tres, confirmar el fallo en solitario que el mes pasado anuló las condenas contra el expresidente Lula por corrupción en el caso Lava Jato. La Corte ratificó que no debió ser juzgado en Curitiba, en el juzgado que entonces ocupaba el juez Moro, luego ministro de Justicia con Jair Bolsonaro, por lo que las condenas allí impuestas quedaron anuladas y los expedientes serán juzgados en Brasilia.
Por consiguiente, ello no significa que el expresidente haya sido absuelto, pues la decisión es que vuelva a ser juzgado por tres casos de corrupción en los que está acusado de recibir prebendas de empresas a cambio de contratos públicos, pero mientras tanto está plenamente habilitado para la contienda electoral de 2022, lo que supone un cambio drástico en las expectativas de esta.
Por otro lado, Arturo Zaldívar, presidente de la Suprema Corte de Justicia de México, ha visto cómo el Senado ha prorrogado su mandato por dos años, una decisión denunciada por la oposición como inconstitucional que ha vuelto a evidenciar la injerencia del oficialismo en el ámbito del Poder Judicial. La Constitución establece que el plazo máximo para el presidente de la Corte es de cuatro años, sin posibilidad de reelección inmediatamente posterior.
El Consejo de la Judicatura Federal, que es el órgano de gobierno de los jueces, ha insistido en que ni ha elaborado ni ha solicitado la medida. Zaldívar ha sido una figura de extraordinaria importancia en el complejo asunto de la reforma energética que es uno de los proyectos estrella del presidente López Obrador. El presidente de México, que según un sondeo del periódico Reforma del 16 de abril cuenta con una tasa de aprobación de 63%, envió en marzo una carta a Zaldívar pidiéndole formalmente una investigación del juez que suspendió temporalmente la aplicación de la nueva ley.
Ello se suma, a dos meses de las elecciones donde estarán en juego más de 20.000 cargos públicos, a la grave tensión generada desde el grupo en el poder con respecto a la actuación del Instituto Nacional Electoral en los casos de exclusión de dos candidatos a gobernadores y en la orden al presidente de retirar la conferencia matutina por incumplir la veda electoral. El riguroso quehacer del presidente de esta institución, Lorenzo Córdova, es cuestionado y ello pone en riesgo todo el proceso electoral al fomentar el desprestigio de los mecanismos que lo regulan, así como de los propios funcionarios.
Las dimensiones del poder bajo el paraguas de la democracia constituyen un entramado de equilibrio inestable. El desprecio por las reglas del juego y por aquellas instancias que suponen control y balance en torno a los poderes del Estado arriesga aun más el futuro de unas democracias fatigadas, articuladas en un escenario donde destaca el malestar de la ciudadanía y la crisis de la representación política.
Manuel Alcántara es Catedrático de Ciencia Política de la Universidad de
Salamanca y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Autor de El oficio de político (2ª edición, 2020, Tecnos)
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