The Economist afirma que Donald Trump perderá las elecciones del 3 de noviembre. Incluso, han dedicado un editorial a explicar por qué se debe votar por Joe Biden. A mi juicio, se trata del medio popular más prestigioso del mundo y refleja lo que le dicen las encuestas. La gran revista liberal británica, fundada en 1843, está dispuesta a jugarse su prestigio tras esa aseveración. (Liberal, en el sentido europeo del término: conservadora en materia fiscal más mercados libres, por eso la detestaban Marx y Lenin, pero muy abierta en cuestiones sociales, por eso la rechazaban los conservadores).
A principios de abril el panorama era otro. A partir de ese momento las cosas se le comenzaron a torcer a Trump. No eran sus desagradables fanfarronadas. Tampoco su condición de bully, de matón sin clemencia con las limitaciones físicas de sus adversarios políticos, ya fuera John McCain o Serge Kovaleski, un periodista de The New York Times del que se mofó públicamente imitando sus movimientos espásticos. No era, en suma, su carácter lo que habría influido en su hipotética derrota. Lo esencial eran el virus, el covid-19 y los estragos que causaba en la sociedad norteamericana. No hay quien pueda con eso. En las democracias la tendencia social es a pasarle la cuenta a quien esté en el poder.
En 1918, tal vez en Kansas, comenzó la pandemia del virus denominado con el nombre aséptico y poco sexy de H1N1. Teóricamente, viajó de Europa con los primeros soldados estadounidenses que regresaban de contribuir a la victoria en la Primera Guerra mundial. En total murieron 675.000 contagiados por el virus en Estados Unidos y cerca de 50 millones en el mundo. Como el censo de 1920 solo contabilizó 106 millones de personas, apenas un tercio de los 330 millones que hoy pululan en Estados Unidos, debemos pensar que la mortalidad de esa influenza, mal llamada “española”, era infinitamente mayor que la del actual coronavirus.
Probablemente era semejante, aunque los cuidados médicos son hoy mejores y existen antibióticos para tratar las infecciones bacterianas que suelen surgir tras el ataque de los virus. En todo caso, los conflictos eran los mismos: había personas que se negaban a colocarse la mascarilla o a mantener la llamada “distancia social”. Desde la Edad Media se sabía que esas dos armas, más los sitios ventilados y la higiene corporal, eran casi la única manera de defenderse de las epidemias.
Cuando Trump vaticina que, mágicamente, un día el virus desaparecerá, no se lo saca de la manga, sino de lo que sucedió en 1920. Tras 15 meses terribles, el virus H1N1, ayudado por un verano ardiente, se esfumó con relativa facilidad, pero entonces la aviación estaba en pañales. Hoy no desaparecerá hasta que un alto porcentaje de la población del mundo que viaja esté vacunada y los cócteles antivirales estén disponibles y a precios accesibles, como sucede con los medicamentos contra el sida.
Sospecho que las consecuencias políticas H1N1 y el covid-19 serán muy parecidas. En 1920 hubo elecciones generales en Estados Unidos. Aunque el país llegó tarde al conflicto, dejó en Europa casi 117.000 muertos (más o menos la quinta parte de los que le arrebató la pandemia). El presidente Woodrow Wilson debía hacerle frente a la ruina traída por la pandemia y a una sociedad insubordinada porque no creía en la sagacidad del jefe del Estado. Wilson les había prometido que no se dejaría arrastrar a la guerra por los belicosos europeos y, al final, unos ataques contra la marina mercante de Estados Unidos por parte de los submarinos alemanes, más el conocido “telegrama de Zimmermann”, lo habían conseguido.
A Wilson no le sirvió de nada su rol de vencedor en la Primera Guerra. El Congreso americano no le aprobó sus famosos “14 puntos”, ni el país pudo participar en la Liga de las Naciones. La sociedad americana, tal vez fatigada por la pandemia y cansada del Partido Demócrata, eligió como presidente a Warren Harding, un periodista republicano de Ohio que asumió el país cuasi quebrado, pero pronto se recompuso dando inicio a los “roaring twenties” y a casi una década de enriquecimiento fabuloso.
En esa oportunidad, los republicanos tuvieron la mayor victoria de la historia contra los demócratas: ganaron las elecciones de 1920 por un margen de 26 puntos, de los cuales una buena parte pueden atribuirse a la pandemia. Harding murió de un infarto en 1923, siendo presidente, dejando en el poder a Calvin Coolidge su vice y sucesor. En 1928 obtuvo la presidencia el también republicano Herbert Hoover, ingeniero, un excelente funcionario al que le sorprendió el “crack” de la Bolsa en 1929. En 1932 lo derrotó Franklin D. Roosevelt y se inició el ciclo de los demócratas.
En 2020, a un siglo de la anterior pandemia, se repite la historia, pero al revés: el virus aniquila a Donald Trump y a los republicanos. Hay algo de justicia poética en esa derrota.