En 1958, en plena Guerra Fría, Isaiah Berlin dio una conferencia en la Universidad de Oxford que daría pie a un rico y continuo debate dentro del pensamiento político contemporáneo. Tenía como título “Dos conceptos de libertad”. La tesis principal que el filósofo inglés expuso fue planteada originalmente a finales del siglo XIX por otro destacado pensador liberal, T.H. Green, y afirmaba que existían dos interpretaciones distintas de la libertad: la negativa y la positiva. Las dos, en el fondo, eran fundamentalmente modernas, aunque podían localizarse atisbos de ambas en épocas pasadas.
La primera, muy vinculada a la tradición de la filosofía política inglesa, partiendo del presupuesto de la imposibilidad de los hombres de ser completamente libres (por la existencia recurrente de obstáculos y dificultades que impiden lograr todos los fines que nos proponemos), planteaba la necesidad de asegurar un espacio mínimo de libertad que no pudiese ser vulnerado bajo ningún concepto. Lo amplio o restringido que fuese ese espacio mínimo ha sido objeto incesante de discusión, pero todos los pensadores identificados con este punto de vista (Benjamin Constant, J. S. Mill, Tocqueville, etc.) han coincidido en que no puede ser ni ilimitado -ya que produciría una confrontación permanente entre los hombres- ni muy limitado –por cuanto impediría a muchos realizar sus planes y metas personales-.
La noción positiva de libertad, en cambio –como el nombre lo sugiere- parte de la convicción de que los hombres pueden ser dueños de su destino y deben ser capaces de autodirigir plenamente sus vidas. Los hombres no se aceptan como objetos sino como sujetos, y gracias a su conciencia y su razón pueden planificar y construir todos los medios para lograr sus fines, dejando a un lado todo tipo de interferencias y dificultades (incluidas las plantadas por la propia naturaleza). Asimismo, quienes defienden esta visión sin duda más impetuosa y optimista acerca de las posibilidades humanas (Fichte, Marx, Hegel, Comte, entre muchos otros) hablan de una ley universal de la razón que solo unos pocos pueden llegar a comprender, en vista de lo cual los actos eventualmente irracionales de las personas cuando luchan por realizar sus metas personales no deben entenderse como la búsqueda consciente de su libertad sino todo lo contrario; circunstancia que impone un permanente esfuerzo de educación para hacerles comprender el verdadero fin último que les conviene a todos y cada uno, en lo individual y como comunidad en general.
Como puede deducirse sin mayores dificultades, la noción de libertad negativa es compartida típicamente –aunque no exclusivamente- por la escuela de pensamiento liberal, que asume la necesidad de establecer unas garantías mínimas que permitan a las personas desenvolverse libremente para realizar sus fines personales en los distintos planos de la vida (económico, político, moral, intelectual). Su carta de presentación por excelencia es la defensa de los derechos individuales. La libertad positiva, por su parte, tiene cabida característicamente dentro del denominado (por F. Hayek y otros autores) racionalismo continental europeo, y se encarna característicamente en los movimientos nacionalistas, y en distintas formas del colectivismo y el comunitarismo moderno. Con frecuencia –como comenta Berlin en el ensayo de marras– la libertad positiva es vista en dependencia y relación estrecha con la igualdad, ese otro valor exaltado por la Ilustración. Quizás no hay una forma más eficaz de describirla que la tesis de la voluntad general de Rousseau, según la cual “al darme a todos no me doy a ninguno”.
No deja de ser una tentación rastrear la presencia de ambas tesis sobre la libertad en la historia republicana de nuestro país. No en balde, las élites criollas que llevaron la batuta del proceso independentista se formaron en los ideales de la Ilustración, y las clases intelectuales finiseculares abrevaron, a su vez, en el romanticismo y el positivismo, por mencionar dos de las corrientes más influyentes en la época.
Sería estar cegado no reconocer que la libertad positiva ha marcado la batuta en la mayor parte de nuestra historia, tomando en cuenta las altas cotas de nacionalismo y de igualitarismo que marcaron etapas como la independencia y la Guerra federal. No es difícil constatar, igualmente, el reducido espacio para las libertades individuales –defendido ardorosamente por la libertad negativa– en un país asolado continuamente por dictaduras y caudillos militares, quienes, arbitrariamente han dictaminado lo que es bueno para todos, ya sea bajo los preceptos de la “unión, paz y trabajo” de Gómez, el ideal nacional de Pérez Jiménez o la revolución bolivariana de Chávez.
Con todo, puede decirse que ha habido momentos de nuestra historia en los que la libertad negativa ha tomado un lugar significativo, estableciendo una relación equilibrada con la libertad positiva. El más importante y prolongado de esos períodos –¿cómo dudarlo?– fue el comprendido entre 1958-1998: pese al papel protagónico desempeñado por el estatismo –de la mano de la renta petrolera– nunca antes en Venezuela el ejercicio de las libertades democráticas, así como el equilibrio de poderes y la tolerancia al adversario político alcanzó un grado tan considerable.
Los 20 años de chavismo han significado no solo el entierro de la libertad negativa, sino también la peor versión de la libertad positiva: un nacionalismo y un colectivismo no santificados por los valores de la razón y el progreso, sino por mitos y pastichos ideológicos alimentados por la evocación de sociedades premodernas y formas precapitalistas de producción.
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