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Las deudas del idealismo

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En una época donde pareciera más fácil no creer en nada que realizar saltos de fe, pudiera entenderse que seguir socavando principios es equivalente a hacer leña del árbol caído. No obstante, para aquellos que no se rehúsan a ver, el idealismo a ultranza es una fuente de sufrimiento inmensa: sea porque nosotros o los demás no damos la talla o porque la realidad nos arrincona a base de golpes. La respuesta instintiva ante esto es la caída en el nihilismo o, mejor dicho, sufrir el duelo sobre el ideal perdido que, a pesar de su nobleza, fue asesinado. Esta situación pareciera entonces colocarnos en una encrucijada entre vivir en las nubes hasta que nos bajen de ahí o, alternativamente, sucumbir ante el desespero de no poder poseer sentimientos sublimes.

Por suerte, esto no tiene que ser entendido como un dilema, una disyuntiva entre idealistas y escépticos, podemos elegir un camino distinto: el sendero de la paradoja o, lo que es decir, admitir que dos aspectos contradictorios pueden ser verdad al mismo tiempo. Esto puede ejemplificarse con la célebre frase atribuida a Jesucristo, en Mateo 22:21, “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Solo que, en esta oportunidad, no queremos significar la diferencia entre lo material y lo espiritual, sino entre lo habitual y lo excepcional y cómo estos conviven.

Cuando hablamos de las deudas del idealismo queremos decir los costos, de cualquier naturaleza, producto de confundir lo habitual con lo excepcional o viceversa. Lo habitual abarca las necesidades, incluyendo aquellas que no le hacen un favor a nuestro ego y moralismo, que nos son intrínsecas como seres humanos. Estas no son ni malas, ni buenas, simplemente son y buscan, por distintos medios, saciarse. Por su parte, lo excepcional abarca la capacidad del ser humano, derivada de su conciencia, a partir de su propia voluntad, de realizar actos de desprendimiento. Entendemos como actos de desprendimiento como aquellos actos que ayudan o aportan a alguien más por la satisfacción intrínseca de hacerlo, sin esperar nada a cambio.

Una buena forma de comprender lo precitado es a través de la práctica de la comparación y el contraste. Para ello, expondremos confusiones típicas y precisaremos qué es lo habitual, aquello alimentado por la necesidad de recibir, y qué es lo excepcional, aquello impulsado por la capacidad de dar.

  • Confundimos virtud con poder: en este caso, la búsqueda del poder es lo habitual y la cultivación de la virtud es lo excepcional. El poder es la habilidad, indistintamente de la ponderación moral que se le dé, para influir en otros para así conseguir lo que se quiere. La virtud es el pilar sobre el cual una vida se lleva a cabo en línea con un conjunto de valores. La diferencia entre uno y el otro es que el poder, por definición, es atractivo, pues existe para atraer a otros para fines propios, mientras que la virtud es invisible, su cumplimiento robustece la integridad de aquel que sostiene los principios a cumplir y, primordialmente, constituye un compromiso para consigo mismo. Es de recordar, como plantea Maquiavelo, que un hombre vicioso y armado está en un plano distinto, de cara a imponer su voluntad, que un hombre probo y desarmado.
  • Confundimos sociedad con amistad: en este caso, vivir en sociedad es lo habitual y ofrecer amistad es lo excepcional. Vivir en sociedad implica el sostenimiento de relaciones pacíficas con otras personas para la consecución de fines comunes. La amistad, por su lado, es el interés genuino por el bienestar integral de otra persona, indistintamente del contexto. La diferencia yace en que la vida en sociedad requiere un cruce de intereses que lleve a acciones conjuntas. Cuando ese cruce cesa, el relacionamiento cesa con él, pues ya no hay nada que una a los participantes. Mientras que si nos fijamos en la amistad, podemos observar que es el aprecio unilateral, por ciertas características de otra persona, que lleva al interés por el genuino bien del otro.
  • Confundimos relaciones íntimas con amor: en este caso, la relación íntima es lo habitual y el amor lo excepcional. Una relación íntima se constituye como el medio, en el contexto de una pareja, por el cual se procura la satisfacción mutua de necesidades sexuales, emocionales y de estilo de vida de los involucrados. El amor es la exaltación persistente en el tiempo de la figura de un tercero como la encarnación de lo que más se valora. La diferencia está en que las relaciones íntimas, al ser un medio para la satisfacción recíproca de carencias, sólo pueden sostenerse mientras que las carencias sean satisfechas. Cuando estas no puedan serlo, indistintamente de la causa, la relación empezará a entrar en decadencia hasta que colapse o, en un peor caso, se sostenga a pesar del bienestar de los participantes. El amor, por su parte, y sin confundirlo con el enamoramiento producto de procesos biológicos y de duración limitada, es la exaltación y convencimiento persistente sobre que otro encarna los principios o aspiraciones más elevadas que uno tiene. Es una admiración que no requiere ni una relación, ni reciprocidad para existir. El amor es la excepción al individualismo que nos caracteriza y, por ello, es altruista por naturaleza. No existe, en el contexto de lo humano, un mayor acto de desprendimiento.

En estos ejemplos podemos ver de forma concreta lo conceptualizado al inicio de este artículo. Podemos denotar en cada caso cómo podemos confundirnos entre lo habitual y lo excepcional bajo el riesgo de someternos a mucho sufrimiento. Vemos, contrario a las películas, que hay hombres virtuosos que nadie ve y poderosos que todos admiran. Nos percatamos de que las risas y el compartir en sociedad no se traducen en amistad cuando más importa. Quedamos boquiabiertos al ser testigos de relaciones sostenibles sin amor y amor en relaciones inservibles. Todo esto es verdad y concurre al mismo tiempo: nuestra necesidad y egoísmo existe en paralelo a nuestra capacidad de superar nuestro ego y amar a otros, nuestra naturaleza como seres humanos proclives a toda carencia convive con nuestro nexo con lo divino; esa capacidad de dar infinitamente como el fulgor del sol.

@jrvizca.

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