El continente latinoamericano atraviesa una compleja situación política, económica y social. Desde gobiernos inestables que no son capaces de garantizar el mínimo sustento a la inmensa mayoría de la población de sus naciones, hasta otros que no miden el impacto de la destrucción y contaminación de espacios naturales originados por el (neo)extractivismo, agravados con las acciones de los mismos u otros grupos –algunos en sobreposición de las leyes– sobre quienes existen denuncias por violaciones de derechos humanos, lo que origina el desplazamiento forzado de los hábitats ancestrales, o sea, las comunidades indígenas se convierten en víctimas dentro de sus propios sitios de vida.
En esta perspectiva resulta evidente que los Estados se han vuelto incapaces para solucionar las dificultades económicas y sociales más ingentes que tienen las diferentes comunidades que integran sus ciudades, pueblos y aldeas. Es decir, si las instituciones actúan en una realidad anárquica, y cuyas condiciones jurídicas, no son respetadas en sus normas societarias y ambientales, es porque esos mismos Estados no responden de manera positiva ante las complejidades del mundo contemporáneo y menos, sobre la base de los problemas de los ciudadanos y grupos históricos.
Vemos cómo desde Venezuela, según el más reciente informe de la Organización de Naciones Unidas, han emigrado más de 7,2 millones de venezolanos, y en el caso de Nicaragua aumenta el número de presos políticos, mientras aquellos que son liberados terminan siendo expatriados, o peor aún, se ataca a la comunidad católica con detenciones a sus autoridades sacerdotales o prohibiciones en sus celebraciones religiosas; pues, no resulta contradictorio cuando los propios residentes, así como organizaciones internacionales, denuncian a tales gobiernos como violadores de derechos humanos, máxime cuando existen “leyes” que sancionan el “odio” como si fuera un delito y no un sentimiento; y peor, bajo condiciones que en determinadas condiciones ni siquiera se vinculan con el factor político.
Por supuesto que los hechos políticos que ocurren en países como Nicaragua o Venezuela afectan de manera directa la condición democrática de tales Estados, y, a su vez, se convierten en factores negativos para las actividades económicas, razón por la cual los niveles de inflación, pobreza, hambre, miseria, desempleo y emigración se conjugan en permanentes variables de aniquilamiento social y cultural; y por ende, no sólo se multiplican los problemas de la mayoría de la población, sino que tales prácticas (neo)totalitarias van a contracorriente de toda América Latina en el plano de las libertades y la democracia.
Del mismo modo, las emigraciones que se originan desde Venezuela o Centroamérica en su conjunto, no son simples caravanas de personas hacia la búsqueda de un destino en el norte. A lo largo de ese camino es propensa la existencia de grupos delictivos que no sólo cobran dinero a los migrantes para atravesar desde la selva de Darién hasta el norte de México, sino que otros son las piezas criminales que terminan llevando a mujeres por el camino de la trata, como acción impúdica, emprendida con artilugios, para después actuar con la máxima del terror sobre sus víctimas, que incluso según organizaciones de derechos humanos llegar a terminar “vendidas” en Europa.
Y ante esta realidad, ¿quiénes son los responsables en los Estados de que la emigración sea una constante de sus espacios territoriales? En la misma medida ¿qué hacen los gobiernos de las naciones receptoras que conocen que por sus naturalezas geográficas miles y miles de personas cruzan caminando semejantes espacios sin tener el mínimo de protección humana por parte de las autoridades gubernamentales? ¿Cómo pueden actuar grupos delictivos a lo largo de América Latina, fundamentalmente en sus zonas naturales o de corredores de personas, sin que existan mecanismos jurídicos que detengan tales violaciones humanas?
Evidentemente, que los Estados están fuera del contexto de garantizar tanto sus propios instrumentos jurídicos, y están aún más condicionados, para poder cumplir los convenios internacionales en materia de derechos humanos. De allí que sea necesario realizar una recomposición institucional que vaya con el asentamiento de una democracia distinta que también fluctúe sobre las realidades industriales y tecnológicas de la contemporaneidad.
Un continente lleno de tantas riquezas naturales estaría concebido para el desarrollo armonioso y equilibrado de sus pueblos y recursos ambientales. Es necesario (de)construir la existencia de los Estados concebidos en estructuras rígidas con poderes “institucionales” amañados en sus exacerbancias políticas, que solamente confluyen en corrupción y mayores problemas económicos y sociales, que cada vez van haciendo más difíciles en sus soluciones conjuntas.
América Latina está obligada a rediseñar, replantear y redefinir otros hilos constitucionales que fortalezcan la democracia, sus instituciones, y permitan Estados que vayan hacia las auténticas necesidades de la gente, y que puedan materializar sus potencialidades naturales en desarrollo agrícola, industrial y tecnológico, ¿Será posible?
@vivassantanaj_