OPINIÓN

Las cartas y las mesas

por Fernando Rodríguez Fernando Rodríguez

Todas las cartas sobre la mesa fue una repetida manera de decir que, a la distancia, pareciera sugerir una desmesurado temple de optimismo: tener a mano varias soluciones y estar pensando –¡un momento, ya juego!– cuál es la mejor. Ha pasado ya un tiempo considerable y las cartas siguen inmóviles, algunas; y otras han asomado muy torpemente su presencia. Y no es que fuesen malas, no, las cincuenta y tantas naciones que se la juegan por Guaidó, entre ellas varios imperios, capaces de acusar, sancionar y hasta invadir; o la dantesca  tragedia nacional y las supuestas inevitables respuestas bravías populares; o el ejército que debía salir de su apatía cómplice porque al fin y al cabo son venezolanos que padecen como tú; o la fractura en las filas chavistas de los que no quieren ahogarse con Maduro y su banda; o una transacción que sería una rendición, una capitulación… pero el país, ay, seguía muriendo.

Dice un argumento dialéctico que cuando se logran victorias políticas contundentes surge una especie de voluntarismo, de confianza en nuestra decisión y la acción cualesquiera fuesen las condiciones existentes, objetivas. “Sí o sí” es una buena manera de decirlo, en una situación en que se jugó a la lotería como si fuera una certeza matemática y resultó un desastre; como la batalla del elevado de Altamira, un todavía incomprensible laberinto de paradojas y no la lectura de un cálculo sensato. Claro era el tiempo primaveral de Guaidó, nuestra mayor victoria, y mucho cabía esperar de tantas cartas que manteníamos sobre la mesa, para jugar esta o aquella, la más segura.

Cuando el juego se tranca y no parecen sino difusas y muy difíciles opciones, dice el mismo razonamiento, se aminora la voluntad, la capacidad de elegir y se espera que el mundo se mueva a nuestro favor, más allá de nuestra mermada capacidad de intervenir en su curso. Es la pasividad, la alienación, ser movidos y no gestores del movimiento. Espectadores y no actores. Por allí andamos ahora, aunque no exageremos, el pesimismo puede ser tan falaz y fatal como el optimismo. En todo caso, si bien las cartas ya no son signos de abundancia y signos de inmediatas y demoledoras victorias, allí siguen y pueden activarse, y allí sigue Guaidó todavía, liderando, legítimo y valeroso.

Pero en realidad lo menos que podemos decir es que las barajas se han hecho distantes y silenciosas. Ni vienen los marines, ni estamos saliendo a la calle en grandes números, ni nuestras fuerzas armadas son gloriosas ni son nuestros iguales, la tragedia nacional es cada vez más trágica y la ira no se manifiesta. Ya no hablamos mucho de política, porque para qué, si nadie dice nada categórico, ni los más enterados (la politología, además, es de las disciplinas humanísticas más inmaduras) y lo que pasa, pasa en secretos y Barbados está lejos si es que existe y no digamos Noruega. Y si, por último, no podemos manejar la gran rueda de la historia, pues manejemos la nuestra personal, si es que alguna vez la hemos manejado ciertamente. Los ricos que disfruten su riqueza, los pobres que no sean sepultados por su pobreza. Miami y las limosnas CLAP. El individualismo es signo de los tiempos planetarios.

No deja de ser extraño este silencio y esta mermada confianza en el verbo y la acción en tanto dolor y tanta devastación que deberían propiciarlos. Pero es así, parece que el entregarnos al despotismo del destino es una forma de paliar la impotencia. Solo deseamos, nos atrevemos a desear, que un día amanezca esa clara aurora que en el fondo tanto y  durante tanto tiempo hemos invocado. Claro que en el fondo guardamos una dosis de fe en que eso suceda, la historia siempre se ha movido y algo nos indica que no debería estancarse en esta letrina del tiempo, en esta inverosímil metástasis de lo inmundo. Aunque ya no apostamos a cuándo ni cómo. Aunque haya tanto enigma y tanto silencio.