Cada niño llevaba su sillita o la cargaba alguien de la familia; es algo que no recuerdo porque tenía apenas cuatro o cinco años y esa edad me obligaba a cumplir mi obligación de asistir como alumno a lo que entonces se llamaba la «escuelita paga», es decir, contribuir con poco dinero para que Rosario, al voltear de la esquina, convirtiera el zaguán de su modesta casa en un aula preparatoria que más tarde se llamaría el kinder, abreviatura de la palabra kindergarten. La escuelita paga terminó llamándose de muchas maneras: jardín de infancia, guardería, parvulario, jardín maternal. En la hora actual, en lugar de preescolar se le prefiere llamar «educación preescolar», ¡no sé por qué!
La escuelita paga se ajustaba perfectamente al país que aun no conocía el futuro que se asomaría al morir Juan Vicente Gómez en 1931 cuando yo tenía apenas cuatro años de edad, justo la indicada para sentarme en el zaguán de Rosarito con otros diez o doce compañeritos. La muerte del tirano significó para Mariano Picón Salas (¡y para mí!) el inicio del siglo veinte.
Tampoco era la escuelita paga una escuela para niños abandonados y vagabundos como la que abrió en su momento el suizo Johann Pestalozi (1746-1827). Ella ocupaba el espacio educativo que siempre ha estado destinado al preescolar que en el aciago tiempo del despótico andino de La Mulera, yo era uno de esos niños de familia que llevaba mi sillita al zaguán de la abnegada maestra.
El niño que yo era veía en ella a una mujer de edad, pero seguramente era joven, madura, pero no anciana. De la misma manera como recuerdo la violencia de calle que produjeron los saqueos a las casas de los gomecistas o de sus «queridas» en las vecindades de mi casa, así también con la misma nitidez puedo visualizar a Rosarito contando la historia de Cristóbal Colón.
Muy lejos de aquí, la reina católica de España, un país que iba a apoderarse del nuestro hasta que Simón Bolívar se enojó lo suficiente, Rosarito fingía tener una ametralladora en sus manos y disparaba en círculos. La reina se quitó toda sus joyas y Rosarito se llevaba las manos a la cabeza como si tuviera una corona y hacía como si se quitara collares, zarcillos y anillos y se las diera a un marinero llamado Colón y alargaba los brazos en señal de generosa ofrenda y con el dinero que le produjeron aquellas joyas, Cristóbal Colón compró o fletó tres barcos y con las manos creaba en el aire los volúmenes de tres navíos y con ellos se hizo a la mar… y con lentos movimientos ondulantes de sus manos y de su menudo cuerpo, como si estuviera danzando, Rosarito se acercaba con lentitud a la puerta abierta de su casa o a la del portón de la calle y salía del zaguán, es decir, navegaba como el almirante alucinado mirando sus carabelas perderse detrás de unas puertas que ella convertía en un espléndido e imaginado horizonte que contemplaban mis atónitos y deslumbrados ojos.
¡Eran clases perfectamente audiovisuales! Sin saberlo, Rosarito evidenciaba y arrastraba consigo las futuras técnicas de enseñanza que iban a hacer de mí un ser maduro, civilizado y más moderno que el propio país que me veía crecer celebrando a veces una transitoria e imperfecta democracia o hundido en penosas dictaduras militares.
¡Mi primera maestra era un prodigioso espectáculo audiovisual! Han transcurrido más de ochenta años y las carabelas de Colón continúan navegando en la memoria del zaguán de una modesta casa caraqueña en un país sin reina ni lejanos horizontes, pero atormentado por los maltratos de una larga y primitiva tiranía tachirense que también navegó por el país venezolano durante 27 años.
Una mañana, el encrespado oleaje de una inesperada tragedia anegó no solo la casa de la maestra, el zaguán de Cristóbal Colón y a un desconcertado vecindario cuando se esparció la noticia de que Rosarito se había vaciado encima un galón de gasolina o de transparente kerosén y encendido un fósforo para transformarse en un horrible alarido de fuego que dando tumbos corría de un lado a otro de su casa.
Debido a mi corta edad y para no ahondar aún más en la tragedia nunca me explicaron por qué mi primera maestra desconoció los horizontes de gloria audiovisual que ella misma le propuso al almirante genovés y también por mi corta edad escondí mi pesadumbre para no prolongar el estupor de los desconsolados adultos, pero me estremezco cada vez que recuerdo las joyas de la reina y las carabelas de Colón echándose a la mar…una tristeza mayor que la de ver a mi país ultrajado por civiles deshonestos y militares de oprobio.