Cuando profesores libertarios de la Facultad de Humanidades-Educación de la Universidad de los Andes comenzaron invitarme a charlar con sus estudiantes, que analizaban mi obra literaria, fui observado, escuchado y hasta interceptado por la izquierda universitaria que mostraba ínfulas de «pranato» de penitenciaría: un comportamiento que, progresivamente, se institucionalizó en Venezuela y logró beligerancia política en todo el país. Fui expuesto como indeseable adversario del «socialismo-terrorismo» [obvio], pero no tuve miedo querellar intelectualmente con una pústula de tipejos. En la Escuela de Letras conocí a una preciosa chica italiana que cursaba Literaturas Clásicas, contraje matrimonio y tuve dos hijas con ella.
Hacía rato que en la Universidad Central de Venezuela habían quemado libros de Carlos Rangel, y, ciertos enfermos de «izquierdismo pueril» en la ULA, pretendían imitar esa atrocidad [hasta Lenin deploró esa conducta, en sus tiempos de «cabeza caliente» o «ñángara supremo», por cierto]. Fomentaron la quema de mis libros, que eran de cuentos y no filosofía política, como los de mi fallecido y notable amigo. Durante los primeros días de junio de 2020 a muchos asombró que vándalos del «chabestialismo» incineraran la biblioteca de la Universidad de Oriente en Cumaná. No dudo que enviados por el Estado Mayor Conjunto de Forajidos Cìvico-Militares, para, «a paso de vencedores», proscribir la sabiduría en la ex república de Venezuela.
Las atrocidades de la izquierda contra la sabiduría no deberían asombrar a intelectuales, políticos, docentes y artistas que dieron la bienvenida a máximos e indiscutibles terroristas empecinados en la idea de esclavizar naciones presuntamente libertadas por el prócer genocida don Simón Bolívar. Único, en la Historia Mundial de Abominaciones, en suscribir un «decreto de guerra a muerte» que igualaba a malhechores con inocentes.
Mis encuentros sistemáticos con esos sujetos, que se autocalificaban revolucionarios, mantuvo en peligro incesante a mis hijas y a mí. Excepto personajes notables como Ramón J. Velásquez, Sofía Ímber, Carlos Rangel, Juan Liscano y José Ramón Medina, nadie más del ámbito cultural nacional bogó a mi favor o advirtió que yo experimentaba una riesgosa situación, solo por no adherir al vandalismo estudiantil, que, lo digo enfadado, era fomentado en claustros universitarios. Cuando denuncié, en el diario El Nacional, los sabotajes de esa izquierda para impedir que le concediéramos el doctorado honoris causa a Jorge Luis Borges, hostiles me declararon objetivo de guerra. Los mismos que luego pujaban para que el rector Néstor López Rodríguez, intachable demócrata, distinguiera al padre del caos, persecución, hostigamiento, miseria y muerte inducida por comunistas en Latinoamérica.
La internacional del terrorismo socialista estaba muy bien posicionada en las universidades autónomas del país, y el resto de América Latina. Logró falotrarlas, dejarlas en cinta, procrear asesinos seriales y ladrones. Visto que no me equivoqué al enfrentarlos, prosigo combatiéndola.
@jurescritor