OPINIÓN

La zona de interés y las fronteras del horror

por Isaac González Mendoza Isaac González Mendoza

 

La lista de Schindler y El pianista son dos de las películas más citadas a la hora de hablar del Holocausto. Con sus distancias, al igual que otros filmes tienen la particularidad de que procuran mostrar el horror en sus distintas facetas, desde los judíos hacinados en trenes pasando hambre y sed hasta las montañas de cadáveres que apilaban los nazis para incinerarlos. 

Distintos enfoques que procuran dejar un registro para la humanidad sobre los crímenes de la Alemania de Hitler. Un poco más reciente, del año 2015, El hijo de Saúl aborda el mismo tema pero ambientándose en un campo de concentración específico, Auschwitz. Si bien el director, László Nemes, quiso también mostrar el horror que vive el personaje principal, Saúl, al ser uno de los prisioneros a cargo del crematorio —se les conocía como Sonderkommando—, la diferencia es que en esta película la cámara se sitúa justo detrás de la cabeza del protagonista; de este modo el espectador puede vivir de manera más directa el horror. 

El apilamiento y la acumulación son dos características habituales en el cine que aborda el Holocausto. La muerte asumida como si fuera una industria, la legalización del terrorismo de Estado, la sistematización del cinismo y la mentira y la rigurosa opacidad dejaron, como referencia para la humanidad, millones de zapatos, prendas, sombreros, anillos, relojes, dientes, correas, y tanto más, apilados en montañas. De otro lado están los cadáveres, también apilados en montañas para ser enterrados en enormes fosas comunes o para ser incinerados, una imagen que Steven Spielberg representa en La lista de Schindler cuando Amon Göth, comandante del campo de concentración de Plaszow, ordena echarle fuego a cientos de cuerpos.

La zona de interés, que se estrenó el año pasado en el Festival de Cannes, rompe con esa tendencia de representar el horror de manera directa. Esta vez la historia se centra en Rudolf Höss, que fue comandante del campo de concentración de Auschwitz, y su esposa, Hedwig Höss. Esta vez no hay cuerpos, incineraciones o asesinatos, o al menos la cámara no los muestra: el ojo del director, Jonathan Glazer, se volcó hacia una casa familiar construida justo al lado de Auschwitz, donde ambos viven tranquilamente mientras en el fondo se escucha el ruido de los disparos, los gritos de los prisioneros siendo torturados o los martilleos de la esclavitud. En esa casa, el espacio idóneo para una familia de clase media, los hijos de ambos juegan apaciblemente y reciben visitas cada cierto tiempo que son atendidas por una Hedwig que se presenta como una cuidadosa ama de casa. 

El sonido en La zona de interés es esencial. Si Hedwig está cuidando uno de sus niños, en el fondo se escuchan los gritos de alguien, si está en plena conversación con una de sus amigas, que también se desentienden de lo que ocurre en el campo de concentración, en el fondo hay disparos, y si está parada frente a su piscina en el fondo se ve también el humo de los cuerpos incinerados. Glazer construye una ambientación que permite un acercamiento a la indiferencia absoluta de los nazis ante la deshumanización de sus prisioneros. De esta manera representa también una de las conclusiones a las que llegó Primo Levi en Si esto es un hombre: los nazis llevaron a tal humillación a sus prisioneros que dejaron de ser hombres. Destaco par de citas: 

“Los personajes de estas páginas no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás. Los SS malvados y estúpidos, los Kapos, los políticos, los criminales, los prominentes grandes y pequeños, hasta los Häftlinge indiferenciados y esclavos, todos los escalones de la demente jerarquía querida por los alemanes, están paradójicamente emparentados por una unitaria desolación interna”. 

“Destruir al hombre es difícil, casi tanto corno crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo han conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo sus miradas: de nuestra parte nada tienen que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue”. 

Así como las películas que ya hemos mencionado, en La zona de interés también hay representaciones de acumulaciones y apilamientos de objetos, pero como no se centra propiamente en el campo de concentración sino en la frontera que divide el horror del cinismo, el momento de los objetos llega al final del filme con una imagen que ni siquiera la palabra desgarradora la describe. Los adjetivos quizás podrían ser desoladora, dolorosa o amarga. 

Rudolf Höss acaba de terminar de conversar con uno de sus jefes sobre la posibilidad de que sea transferido de Auschwitz cuando, de repente, mientras camina por unas escaleras, la narración lo traslada al Auschwitz actual, el que funciona como un espacio para la memoria y que está repleto de objetos que hablan por sí mismos de lo que sufrieron los judíos. Höss se queda paralizado ante el silencio, como si supiera que en realidad nunca saldrá de ese campo de concentración donde tanto dolor causó. 

La película cierra con ese Auschwitz de la actualidad, el que visitan personas conscientes de lo que ahí pasó y las que creen que es un lugar adecuado para tomarse fotos y publicarlas. Maletas, zapatos o cosas como bastones se exhiben tras unas vitrinas frente a unos reflectores que permiten mirar mejor. Esta vez el sonido son apenas los pasos de una trabajadora que ha llegado para limpiar. ¿Qué nos dicen esos objetos apilados? ¿Qué indica ese silencio aterrador en lo que es ahora Auschwitz? ¿Se borraron realmente las fronteras entre horror y cinismo? 

Primo Levi ya advertía en los ochenta que el fascismo no había desaparecido completamente y, aunque reconocía que era poco probable que todos los factores que desencadenaron la “locura nazi” se den otra vez, consideraba que se estaban perfilando algunos signos precursores, como la violencia “útil” o “inútil”, ante la cual, afirmaba, había pocos países que podían garantizar su contención. Por eso veía necesario afinar los sentidos y desconfiar de los profetas, los encantadores o de quienes dicen y escriben “grandes palabras” sin apoyarse en buenas razones.