OPINIÓN

La vuelta de Hiroshima, mon amour

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

Drive my Car es una película japonesa de tres horas que se pudo ver en el Festival de la Crítica de Caracas, gracias a los esfuerzos de Edgar Rocca, director del certamen.

La cinta puede durar tranquilamente tres horas más y no perturbar por ello la paciencia del respetable, del público que aprecia el reposo y la meditación de un arte zen, en respuesta a la velocidad predigerida de los contenidos franquiciados.

Pero igual, sus tres horas pasan sin que apenas volteemos a mirar el reloj, producto de su parsimoniosa y refinada puesta en escena, para la que el tiempo se esculpe entre cuatro fuerzas narrativas de influencia: el montaje de una obra de teatro de Chéjov, la historia original basada en la literatura de Haruki Murakami, el perfil clásico y modernista de su propio director, aunado a la inspiración de los titanes de la escuela nipona, desde Ozu hasta Tikano con sus tiempos muertos en las ciudades fantasmales de la nación asiática.

Drive my Car cuenta el drama de un actor y director de teatro, que desea superar un trauma personal, la muerte de su esposa.

La sinopsis lo resume así: “Pese a no ser capaz de recuperarse de un drama personal, Yusuke Kafuku, actor y director de teatro, acepta montar la obra Tío Vania en un festival de Hiroshima. Allí, conoce a Misaki, una joven reservada que le han asignado como chófer. A medida que pasan los trayectos, la sinceridad creciente de sus conversaciones les obliga a enfrentarse a su pasado”.

La primera hora del filme se va cociendo de forma lenta pero segura, al exponer a los personajes principales. El protagonista, un hombre en crisis de mediana edad a sus cuarentas finales, descubre la infidelidad de su pareja un día en que decide salir a trabajar fuera de la ciudad. Pierde el vuelo, regresa a su apartamento y capta a su mujer teniendo sexo con otro chico más joven que ella.

En vez de armar una escena, el hombre se da media vuelta y se refugia en un hotel, fingiendo demencia. El asunto lo inquieta, ciertamente, pero prefiere mantener su imagen de aparente control e inteligencia emocional. Pero claro, la procesión va por dentro, amenazando con estallar en cualquier momento.

No olvidemos que estamos en una adaptación de Chéjov, que es un dramaturgo para el que las acciones siempre desembocan en tragedia.

Viendo la película, de hecho, recordé el desarrollo de un montaje de Las tres hermanas de Chéjov, que se presentó en el teatro Teresa Carreño en la buena época del Festival de Teatro, una iniciativa que tampoco sobrevivió a los estragos de la revolución cultural.

Finalizada la primera hora, bajan los créditos del filme, en un gesto de ruptura y quiebre narrativo, como si fuese casi un intermedio. La trama continúa por otros derroteros.

En la segunda hora, conocemos a la nueva chófer del hombre que pilota su carro, buscando desconectarse y ejercitar sus líneas, escuchando un casete reproducido en la radio del auto.

Pasa que el dramaturgo sufre de glaucoma y se le prohíbe manejar. Así que debe aprender a soltar y dejarse llevar, una de las lecciones minimalistas de la película, que se expresa a través de imágenes contenidas, a veces poéticas y luego ancladas a la exposición realista del paisaje urbano, un tanto deshumanizado por lo uniforme e higiénico.

Los planos y los movimientos de cámara son imperceptibles, conservando una distancia propia de realizadores como Ozu y Mizoguchi. El método de interpretación es, por igual, bastante neutro y comedido, representando la huella de creadores de la austeridad histriónica como Robert Bresson.

El protagonista debe montar Tío Vania en el Festival Hiroshima, comenzando su casting de actores, a los que poco explica de sus intenciones, prefiriendo que aporten desde una mirada despojada y depurada, aunque cónsona con las paradojas existenciales de sus personajes, quienes sufren por dentro y transmiten un dolor que amenaza con estallar en el instante menos pensado.

En el ínterin, el protagonista viaja en carro, acostumbrándose a su nueva chofer, una chica con un misterio y otro drama escondido detrás de su fachada.

Los ensayos con los actores seleccionados para el montaje, transcurren en tensa calma, activando la participación de una actriz sordo muda, que supone una de las varias sorpresas de la puesta en escena.

Con lenguaje de señas, nos emocionará, al demostrar que el arte está más allá de las convenciones que conocemos y fijamos en las tablas.

La tercera hora resuelve parte del conflicto, dando aire y espacio para la elipsis o la capacidad del espectador de sacar conclusiones propias.

Una moraleja que se desprende del visionado, es que el arte actualmente se crea de manera imprevisible, en el contacto humano con la diversidad. Hay un plan de adaptar Chéjov, pero las circunstancias van cambiando el rumbo de la puesta en escena, como la vida del hombre que creía que siempre iba a tener el control del volante.

El afiche, simbólicamente, resume el plot y el subtexto, al exhibir la imagen del protagonista fuera de su automóvil, bajo la conducción de una tercera, que no estaba en sus planes.

Si la vida es como Drive My Car, conviene saber escuchar, atender al llamado del contexto, respetar al prójimo y entregarse al devenir que evoluciona como las grandes road movies.

Esto es, saber manejar con los demás, y soltar el manubrio, cuando la ocasión lo amerite.

Drive My Car es una de las películas enormes del 2021, consagra a su director y nos enseña que el cine se reinventa constantemente.

Romántica y despechada, nostálgica y melancólica, Drive My Car conduce en el misma autopista de In The Mood for love y Wong Kar Wai. Solo que su montaje es menos musical y rítmico, más funeral y espectral en el buen sentido.

Pero ahí están sus momentos de Chirstopher Doyle, para brindar felicidad suprema como desahogo de la congoja infinita de sus personajes.

En el mismo territorio de Hiroshima Mon Amour, no por casualidad.

Porque es una rescritura de la nueva ola, después de todo, afirmando que hay poesía y vida, tras la bomba y el holocausto.

Una lección para los que piden una sola visión de Venezuela, sea buena o mala.

Nada es así.

La realidad es la contradicción.