A fines de noviembre de 2014 las comunicaciones de Sony Pictures Entertainment fueron hackeadas por un grupo ciberterrorista que se hacía llamar “Guardianes de la Paz” y trabajaba para Corea del Norte. Los hackers sustrajeron toneladas de información de la gran casa productora y la filtraron a la prensa.
Lo grave no fue que muchos periodistas de la fuente de entretenimiento publicaran embarazosos emails —algunos de explícito contenido sexual— enviados entre algunos empleados de Sony, sino que, sirviéndose de una website, los “Guardianes de la paz” emitiesen comunicados diarios amenazando con actos terroristas contra centenares de salas de cine en todo el mundo.
Exigían que Sony suspendiera el lanzamiento de La entrevista, una mediocre comedia en la que dos chambones periodistas gringos eran forzados por la CIA a aprovechar la exclusiva entrevista concedida por el líder norcoreano Kim Jong-un para asesinarlo. El presidente Obama enfrentó las amenazas con un menú de duras sanciones contra organismos e individualidades de Corea del Norte. El episodio tuvo consecuencias para mi trabajo como guionista ocasional.
En aquel tiempo remoto colaboraba yo en la periferia de producción de Comandante, serie original del escritor Moisés Naím, muy documentadamente basada en hechos reales y producida por Sony.
La producción estaba ya en curso y los abogados de la productora, quizá amoscados por el episodio norcoreano, maliciaron que numerosas escenas de la serie sobre el difunto Chávez podrían molestar con su crudeza al régimen de Maduro o, directamente, a los familiares del difunto.
En realidad, los abogados de Los Ángeles no hacían más de lo que habitualmente hace la consultoría legal de una gran productora: ponerse a cubierto de un enojoso juicio por libelo. Lo último que querían era que una multibillonaria hija de Chávez, por poner solo un ejemplo, los demandase.
No menos cierto era que las cosas que hacía Chávez —tanto el personaje de ficción como el que había sido en vida real— parecían inverosímiles a los caballeros del departamento legal californiano. ¿En verdad Chávez ventilaba intimidades de alcoba en su one-man show?
¿Realmente exhortó a su esposa a que se preparase la noche de San Valentín porque tan pronto llegase a casa “le daría lo suyo”? No todo era sicalipsis: los abogados estaban en el derecho de saber si era cierto que, en horario estelar, un vociferante Chávez ordenó a una juez penal la sentencia de 30 años de prisión que quiso imponer a unos opositores presos. Todavía cumplen esa pena arbitraria e inhumana.
Evacuar tales consultas estuvo entre mis deberes y, la verdad, no resultó cosa difícil. Tan bien documentada estaba la serie que no tardé en ubicar el pietaje de video que, en cada caso, acreditaba como ciertas las inquietantes secuencias del guion. En el proceso viví una experiencia que ahora, a un cuarto de siglo de haber dado comienzo la era Chávez, aprecio en todo lo que vale.
Escuché a solas, durante muchas horas, los inicios de Aló, presidente, el programa televisivo que la prensa de izquierda mundial llegó a reputar como ejemplo de transparencia en el diálogo entre un dirigente y su pueblo.
Comenzó en la radio estatal, una pequeña “emisora mosquito” de servicio público que emitía música clásica y micros culturales antes de que el chavismo la convirtiera en parte esencial de su aparato de propaganda.
Apenas había tomado posesión definitiva de la presidencia, en 1999, Chávez comenzó a acudir al programa que conducían veteranos periodistas de izquierda, eternos quejosos de la hegemonía de los medios privados. Chávez fungía solo de invitado, solo como invitado. Esta etapa germinal del programa fue la que atrajo mi atención.
La dinámica pautaba que Chávez recibiese “al aire”, sin filtro previo, espontáneas llamadas del público. La idea general era modelar un nuevo tipo de relación entre gobernante y gobernados, el diálogo descomplicado y permanente, sin ceremonias, entre el siempre accesible gobernante y los inquisitivos gobernados. La contraloría popular, no sé si me explico.
El programa en sus semanas iniciales sonaba coral, “plural e inclusivo”, explicablemente desaforado y caótico porque los periodistas eran el pueblo y era el pueblo caribe quien llamaba por teléfono para hablar con su líder.
Entraban, en efecto, llamadas. Y Chávez las atendía y desplegaba en ello un don a la vez improvisatorio y calenturientamente visionario como no he vuelto a ver en ninguno de los líderes populistas de izquierda demótica que hoy padece nuestra América.
Cuando la llamada desmigaba acerbas acusaciones con nombres y apellidos de funcionarios ineptos o venales —¡nunca falta una señora majadera!—, Chávez la remitía sin más al ministro del ramo y se despedía con miamores y mividas y cariños a los niños.
Pero un día entró la llamada de un sujeto que se identificó como militar asimilado. El tono era tan confianzudo y parejero —“igualado”, dicho en venezolano—, tan sabihondo y sobrado, que a poco costaba distinguir esa voz de la del propio Chávez. El radioescucha, tomando por sorpresa al Máximo Líder, se robó el micrófono largo rato y comenzó a perorar ideas zombis sobre cómo enderezar las cosas en Venezuela.
La verdad, no distaban mucho en punto a barbarie y ruindad de las mostrencas y tiránicas ideas del mismísimo Chávez. Pero al comandante, audiblemente, no le gustó lo que estaba escuchando.
Pocos días más tarde cesó sorpresivamente el experimento plural e inclusivo de señal abierta y doble vía. Cuando la experiencia de diálogo entre pueblo y caudillo se reanudó, el programa ya era televisado y las condiciones del experimento las propias de un estudio de reality show.
A muchos corresponsales, los “Ramonets” de la izquierda global les pareció una audaz y renovadora experiencia democrática.