Casi inesperadamente el miedo se apodera del momento, los claros cubiertos de sol se ennegrecen ante la formación de veinte mil personas, multicolores tonos salpican el campo. Sin saber como acabará este choque, aquellas almas se encomiendan al Creador, se juegan el todo o nada. Siempre es así en la historia… El aire de la mañana en vez de fresco se turba en pesado y nauseabundo, las partículas de pólvora lo amargan y arde dentro de la boca. Una espesa bruma de polvo y humo enceguecen la mirada, no se distingue más allá de cinco varas. El sonido atronador se colma de estallidos: metal, clarines, gritos y cientos de agónicos suplicios de dolor. La tierra se cubre con hollín, vísceras desperdigadas por doquier, miles de soldados convertidos en guiñapos. Banderas raídas ensopadas de sangre y lágrimas. Sí, entre el filoso acero y el certero plomo es de hombres llorar. Las poderosas patas de unos potros se abren paso en el terreno que dominan en lucha el horror y la esperanza. La carga furiosa de unos lanceros hace resoplar por los ollares a las bestias, los belfos embravecidos al brioso galope, el rugido de los sables y cañones es tapiado por el estruendo de millares de cascos y relinchos que parecen venidos del Infierno, jinetes y caballos se hacen uno en esa obra de muerte que ayer eran palabras buscando una patria con la que soñar. Finalmente, la fogosa voluntad de aquellos seres empujados por el anhelo de libertad se impone: tres siglos de dominación, trescientos años de ser los vasallos hijos del Nuevo Mundo, se reducen a un amasijo sanguinolento y chamuscado.
Hace 200 años la gloriosa batalla de Carabobo selló la independencia de Venezuela y se echó la definitiva suerte del resto de esta parte de América. Con Bolívar a la cabeza, la emancipación dejaba de ser una entelequia y los americanos decidieron con sangre su destino. Son miles los libros escritos sobre esa gesta y su importancia en la historia universal, pero es muy reducida la información en la que se expone a uno de los grandes protagonistas: el caballo. La campaña hecha por los libertadores y aquellos arrojados guerreros de a caballo hubiese sido imposible de no haber contado entre sus filas con poderosos equinos, capaces de soportar la trashumancia de nuestros ejércitos y la brutalidad del combate. Cuando Bolívar cruzó desde nuestro país hasta Junín o Ayacucho en el Perú, recorrió no menos de 35 000 kilómetros para liberar a las cinco naciones. En términos lógicos es una difícil tarea, adicionalmente consideremos las casi inexpugnables condiciones topográficas y la inclemencia del tiempo, lo que la convierte en una proeza difícil de explicar. Nuestra heroica caballería de criollos venezolanos hicieron una epopeya desde los llanos a las escarpadas, recónditas y gélidas tierras de los Andes; ahí lucharon, hicieron libres a esos pueblos y regresaron a nuestras tórridas sabanas.
Gracias a vestigios arqueológicos sabemos que en esta parte del planeta existieron caballos, pero por causas desconocidas se extinguieron hace unos 10 000 años. No es hasta el segundo viaje de Colón, en noviembre de 1493, que los equinos pisarían de nuevo estas latitudes. En este continente los acorazados jinetes dejaban estupefactos a los guerreros indígenas, quienes pensaban que se trataba de seres mitológicos que traían la muerte y la desolación; esas naciones fueron derrotadas al brío de los corceles. En Venezuela se registra el año 1527 como el inicio de la cría de esta especie. La historia de los équidos en el país es sumamente interesante, aquellos que sobreviven a los rigores del viaje de más de dos meses en barco, se alimentan en pésimas condiciones y, una vez en el Nuevo Mundo, son sometidos al castigo propio de estas regiones: escasas pasturas, insectos, ofidios y vampiros. Los ejemplares que soportan esas penurias, son colosales animales cuyas características los convierten en supervivientes. Posteriormente, cuando la colonización se expande a todos los territorios continentales, el caballo se fue adaptando al ambiente y seleccionando de manera natural hasta convertirse en una especie formidablemente ruda, sostenida con pastos de pobre calidad nutricional, resistente a una inmensa cantidad de plagas y parásitos, y capaz de vivir la mitad del año subordinada a la sequía y la otra mitad con exceso de lluvia e inundaciones. Durante 400 años estos caballos mutaron como animales únicos por su vigor, agilidad y fortaleza al soportar la austeridad alimenticia. Ese caballo venezolano, nos hizo libres, es un glorioso patriota que bien merece nuestro reconocimiento por ser en sí mismo un tesoro de incalculable valor genético, así como por su desempeño en nuestra historia y el desarrollo de la nación.
Lamentablemente, y por insólito que parezca, el caballo criollo venezolano se encuentra en una precaria situación, la cual amenaza su preservación. Un errado criterio hizo que la mayoría de especímenes que consideramos “criollos” no sean más que el pésimo resultado de un mestizaje indiscriminado y absolutamente sin sentido; por eso ahora existe un escaso número de animales considerados de pura raza criollo. Durante quinientos años este linaje vivió un proceso de selección natural que lo hace en el Mundo quizá la cabalgadura de mayor resistencia de todas las castas caballar, pero jamás tuvo el beneficio de ser seleccionado con normas zootécnicas que contribuyeran a preservar y explotar su genética. Patrones tradicionales en los que los mejores y más hermosos caballos eran castrados para hacerlos de silla, dejando a los machos no agraciados y de peores atributos que fuesen los padrillos de las yeguadas, trajo un deterioro en algunas particularidades raciales y la pérdida en su apariencia de atractivas características. Esto condujo desde hace un siglo al negativo cruzamiento con otras razas para “mejorar” al criollo, trayendo la perjudicial reducción de los atributos más importantes del genoma del caballo autóctono de Venezuela. Nuestro caballo, que fue capaz de proezas épicas como lo registra la historia, que trabaja de sol a sol no menos de 320 días al año para producir comida, que se alimenta de lo que dan los pobres y ácidos suelos en los llanos, que no sucumbe al perder medio litro de sangre por los insectos cada día en épocas de lluvia, que tolera las sequías, que puede recorrer 100 km en una jornada, que no amerita usar herraduras, que prácticamente jamás es atendido por un veterinario, que es noble, veloz y fuerte; ese caballo no necesita ser mejorado con otras razas, requiere de un correcto programa de cría y de una reevaluación de su importancia.
Por fortuna, desde hace unos años un sentido de pertenencia y la consciente valoración genética de esta privilegiada raza, se tradujo en dos importantes iniciativas que hoy permiten tender un puente al positivo porvenir. El insigne Dr. José Luis Canelón Pérez funda hace veinte años la Catedra libre para el estudio y la conservación del caballo criollo en la Universidad centro occidental Lisandro Alvarado (UCLA) en la que se recoge información y generan conocimientos sobre la relevancia histórica, biológica y socioeconómica del equino local. La otra plausible iniciativa es la liderada por el Dr. Héctor Jurado Capecchi, quien luego de años de un arduo trabajo de investigación y un exhaustivo recorrido por Venezuela crea en 2016, junto a otros destacados entusiastas -Mario Márquez, Daniel Uranga, Jesús Reggetti, Gustavo González, Adolfo Salazar y Pedro José Rodríguez-, la Asociación de criadores de caballos criollos (ACCCV), quienes, sumando empeño, cuentan con un centro de cría en Guárico y módulos de reproducción con registro genealógico en Yaracuy y el municipio El Hatillo en la zona capital. Con más de medio centenar de yeguas y unos diez padrillos, desde esta asociación buscan, con rigurosas normas de selección y un adecuado juicio, restablecer el lugar preeminente de nuestra invencible caballada.
El rescate de esta raza venezolana significa un ejercicio de soberanía, arraigo y amor por nuestro país; ese caballo maltratado, mal alimentado y descuidado es fiel reflejo de lo que somos como nación, la que aún sometida al más bárbaro castigo se erige firme y digna ante la adversidad. Es el momento propicio para que nos estimemos como patria, que nos conozcamos y nos despojemos de esa absurda, estéril y destructiva costumbre de sustituir y desmerecer lo nacional por lo foráneo. Por las razones expuestas, debemos apreciar al aguerrido, vigoroso y resistente caballo puro criollo venezolano y sumarnos como sociedad a este y a otros destacados esfuerzos que harán que ese noble caballo y nuestra identidad no sean los patriotas olvidados sino los héroes inquebrantables del futuro.