La voluntad de cambio no solo se expresa de manera ostensible en la sociedad nacional, sino que abre su cauce –contra todo pronóstico– aún en medio de azares, contratiempos y dificultades de toda suerte. No siempre esa voluntad logra su propósito renovador, como demuestran los hechos –a veces se requieren múltiples intentos–. Mario Briceño Iragorry sostenía con firmeza el 30 de noviembre de 1952, que el pueblo instruido en su lección y aunque parezca dormido o engañado, pervive sobre aquellos que lo explotan y lo oprimen. Una lección de vida devenida en experiencia que enseña a diferenciar la virtud de las malas intenciones, así como también a encarar realidades adversas que solo podrán superarse con empeño, constancia y ante todo coraje. Como resultado de todo eso, se elevarán los niveles de conciencia colectiva –las ideas, actitudes y conocimientos que actúan desde el dominio de la moral y las buenas costumbres, convirtiéndose en potencia unificadora entre quienes integran una comunidad humana–.
La virtud cívica de hombres y mujeres de buena voluntad –el ciudadano común, trabajador y honrado–, posibilita el despliegue de una vida armoniosa en sociedad, signada por la tolerancia y la cooperación que trascienden los predios de la política, aún bajo la huella de marcadísimas diferencias de pensamiento y acción. El respeto a las discrepancias se hace consustancial entre quienes se adhieren a la tradición republicana que para nada es contraria a los principios del liberalismo –la responsabilidad individual como manera de alcanzar el desarrollo personal y social–. Naturalmente, es necesario robustecer el equilibrio social, interpretado como ecuanimidad en el trato personal e institucional y en el acceso a las oportunidades que permitirían la realización cultural, profesional y laboral de la persona humana. En tal sentido desempeñan un papel fundamental las instituciones políticas que favorecen la participación ciudadana en deliberaciones de interés nacional, de modo tal que se discuta y se tomen decisiones ajustadas al sentir de las mayorías, sin atropellar con ello a quienes tienen pleno derecho a disentir de una determinada propuesta.
Las ideas de la ilustración –troqueladas en las obras de Rousseau y Montesquieu–, sostuvieron principios republicanos materializados en la división de los poderes públicos, el respeto a la ley y la soberanía popular. Fueron sin embargo los padres fundadores de la República estadounidense quienes primeramente la afirmaron como estructura y arquetipo ideal de gobierno alternativo. A partir de aquel primer ensayo –le seguirá la Francia revolucionaria de finales del siglo XVIII–, el modelo se extiende a los países de Hispanoamérica y a la Europa occidental, afianzándose los sistemas políticos en originales méritos ciudadanos y estilos de vida.
En Venezuela han transcurrido más de dos décadas de malos ejemplos. No es solo el infame comportamiento de quienes asumen la función pública –salvo las poquísimas excepciones del caso–, sino el hecho cierto de que a las instituciones no se las toma en serio –comenzando por el ordenamiento jurídico–. La mala educación ha sido la impronta del régimen, con todos sus perniciosos efectos sobre los niños, quienes desde los albores del siglo no han visto más que desplantes y excesos auspiciantes de una detestable costumbre autoritaria e irreverente en su esencia. Pero también ha campeado la maldad en todas sus formas –que lo digan quienes hurgan en la basura para alimentarse, o los millones de refugiados que abandonaron el agobio venezolano de los últimos tiempos–, desdoblada en la ausencia de límites en la actuación de quienes creyéndose dueños de la verdad, acometen acciones perjudiciales que afectan sobre todo a los menos favorecidos.
Pero volvamos a la voluntad de cambio. Los ciudadanos en general no podemos evadirnos de la solución a los problemas que nos conciernen ni de los espacios públicos sobre los cuales quienes ejercen la función de gobierno y sus seguidores no tienen derechos exclusivos. No somos partidarios de la violencia, porque ello nos igualaría a ciertos personeros del régimen y sus acólitos que la promueven y ejercen sin contemplación ni mesura. Pero tampoco podemos aceptar con pasividad que se violen los derechos del ciudadano. Venezuela es una sola en su integridad territorial y poblacional, sin perjuicio de esas manifestaciones citadinas, rurales, folklóricas o aristocráticas comunes a cualquier organización social. Nunca se habían conocido esos espacios públicos segregados que hoy se mantienen en manos de grupos identitarios –las deliberaciones oscurantistas que desde las alturas del poder público impactan negativamente la vida diaria del hombre común, así como ciertas áreas del centro de la ciudad de Caracas, también del archipiélago de Los Roques, son ejemplos de ello–. Es esto y mucho más lo que motiva el hastío generalizado y la búsqueda del cambio personificado en un liderazgo resuelto y renovador, pero ante todo solvente –hemos dicho que esta no es la hora de los partidos, ni de los facinerosos y oportunistas de siempre, aunque se autocalifiquen de independientes–. Aquí estamos en la víspera de una elección primaria que expresará un deseo de transformación en todos los órdenes de actividad –a ella deben concurrir no solo los dirigentes de partidos políticos que tienen un papel fundamental en la vida venezolana, sino todo aspirante que ambicione contar con el respaldo de las mayorías clamorosas y decididas por el cambio–. Hablamos de una evolución política inteligente, llamada a ser integral y absolutamente propensa a ser liderada, motivada y alcanzada en beneficio de todos.
Sin duda los seres humanos tenemos motivaciones y puntos de vista diferentes. Armonizar en cuanto sea posible esas disparidades –sin infundir miedos ni validar amenazas– es tarea fundamental del nuevo liderazgo. Pero eso sí, sin pasar por alto las múltiples violaciones de los derechos humanos y otras argucias de quienes se han enriquecido a costa de la destrucción del país. Un cambio en las reglas de juego y el restablecimiento del Estado de Derecho debe inhibir temores existenciales –esta no puede ser una cacería de brujas con finalidades netamente revanchistas–. A diferencia de lo que hemos visto últimamente en una justicia que no es ciega, la reinstauración de la República civil está llamada a devolver los legítimos derechos del procesado. Todo ciudadano merece debido respeto, no esas actitudes que atentan contra la dignidad humana, como vemos a diario en medios de prensa gubernamentales y en actos públicos que no merecen ser recordados.
Estamos finalmente en la hora de la conciencia, pero también de la acción cívica ejercida a través del respaldo masivo a la voluntad de cambio, ejercido mediante el voto popular en las primarias y más tarde en la elección presidencial y de los cuerpos deliberantes. Un deseo que precisa de convencimiento e imperturbable voluntad de convertirse en cruzada cívica y reivindicadora. Una lucha que, por su naturaleza, será inexcusablemente hasta el final.
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